Por: Mauricio Novoa
El Comercio, 9 de julio de 2021
“No necesitamos ser perfectos para celebrar la extraordinaria historia del país en estos 200 años”.
En julio de 1821, la mayoría de peruanos posiblemente no querían ni la independencia ni la república, pero decidido el resultado en Ayacucho se pusieron a trabajar en la construcción de un país. Los compatriotas que estuvieron del lado del rey no fueron traidores. Sin necesidad de guillotinas ni comités de salvación pública, los antiguos oidores juraron lealtad a la nación peruana, los militares dejaron los estandartes reales y el clero prescindió del beneplácito de la corona para su nombramiento.
Apenas una década atrás, un descendiente de Túpac Yupanqui participaba de la asamblea constituyente de Cádiz. Como nuestros pares americanos y europeos, nacimos con un gobierno censitario, en donde solo un puñado de ciudadanos tuvo el derecho al voto, pero, a contrapelo del mundo, que vivía mayoritariamente en satrapías, tuvimos el coraje adoptar un régimen democrático. Durante los siglos XIX y XX, el derecho al voto y los derechos ciudadanos se fueron expandiendo casi en paralelo con las otras democracias en el mundo. Posiblemente fue un exceso de optimismo adoptar un Parlamento sin un poder moderador. Sin embargo, la aparición de grandes parlamentarios, pensadores y polemistas (reflejo de nuestra larga tradición universitaria), y una buena dosis de persistencia, terminaron por construir cultura política basada en la división de poderes.
En estos 200 años, nuestro ordenamiento legal posiblemente tenga un exceso de Constituciones, pero la regulación de nuestra vida cotidiana, definida por el ejercicio de la libertad, solo necesito de tres códigos civiles. Con algunas interrupciones en nuestra vida republicana, desde hace casi 500 años que la administración de nuestras ciudades se caracteriza por la rotación de los cargos y la elección de sus autoridades. La proclamación de nuestra independencia fue, esencialmente, una suma de proclamas de cabildos en todo el Perú.
Desde el siglo XIX, nuestros diplomáticos auspiciaron una mayor integración del continente y jugaron un papel central en las organizaciones internacionales. Si miramos hacia atrás, veremos que la mayoría de los habitantes del globo vivieron en satrapías hasta muy recientemente. Perú ha sido, en cambio, un país de términos medios. En comparación con otros países, nuestro siglo XX no estuvo marcado por autocracias, revoluciones, ni guerras sangrientas. Fuimos muy afortunados de escapar de un régimen maoísta.
Hemos florecido en una cultura mestiza, hecho muy poco común en los experimentos coloniales. Lo decía José de la Puente Candamo: cuando La Serna se embarcó de regreso a España en Islay, dejaba un Perú que Pizarro no hubiera reconocido. Cada vez que los peruanos levantamos una copa de pisco o de cañazo celebramos esta mezcla. Nuestra artista plástica más importante fue nikkei; en la cubierta del Huáscar murieron, lado a lado, afroperuanos y escoceses. Cosas como jugar fútbol, comer arroz chaufa o tomar cerveza se hicieron parte de nuestra vida cotidiana. La primera santa del continente fue mujer. Una cusqueña, descendiente de Túpac Amaru I, fue la primera mujer graduada en leyes en el Perú en 1878, mucho antes que cualquiera en América Latina; la Universidad San Antonio Abad admitió mujeres casi 100 años antes que Harvard.
Estamos lejos de ser un país perfecto, pero no necesitamos ser perfectos para celebrar la extraordinaria historia del país en estos 200 años.