Hemos abandonado el objetivo de dinamismo a favor de un “angelismo exterminador”
David Belaunde Matossian
Para Lampadia
El Perú hoy vive en un ambiente de semi-dictadura. Semejante afirmación puede sorprender, pero veamos: ¿Qué es lo que caracteriza a un régimen autoritario? Tal vez el rasgo fundamental es la supresión de protecciones que garantizan los derechos personales y políticos de los ciudadanos en nombre de un objetivo (real o ficticio) considerado demasiado importante como para dejar abierta la posibilidad de su no-realización. La dictadura de Fujimori desde el 5 de abril de 1992 lo ilustra bien: cierre temporal del Congreso, institución de jueces militares sin rostro, etc., con el fin de acabar con el terrorismo. Otras características importantes son el control de los medios y el encarcelamiento o eliminación de los opositores.
Según esos criterios, nuestra aseveración de partida no está muy alejada de la realidad. La dudosa manera como se determinó que se debía privar de su libertad a Keiko Fujimori, Kuczynski y Alan Garcia muestra que el respeto de los derechos fundamentales de las personas ha pasado al segundo plano. Tambien, cuando se considera que los encerrados (y el difunto) eran, básicamente, los máximos líderes de lo que podría llamarse la “derecha”, y en el caso de Alan y de Keiko los líderes de la oposición, mientras otros, con acusaciones similares o peores, andan sueltos, le damos “check” al criterio de encierro de opositores. En cuanto al control de los medios, no es necesario, puesto que los principales están abrumadoramente del lado del gobierno y del “equipo especial”.
De manera inquietante, esto va más allá del ámbito político. Algunas normas introducidas durante este gobierno indican incluso que existe una deriva totalitaria, en la medida en la que pretenden normar ciertos aspectos de la vida de los ciudadanos de una manera que viola las protecciones habituales del Estado de derecho. La ley contra la “elusión tributaria”, que confiere inmensa discrecionalidad a la SUNAT, genera imprevisibilidad, y violenta el principio de no-retroactividad, junto a otros pecados, es un primer ejemplo. La ley contra el acoso, que permite encerrar a alguien años en la cárcel por un delito sin definición precisa (donde se hace deferencia al criterio de la supuesta víctima) es otra terrible ilustración de este patrón. La manera como se pretende imponer el enfoque de género en la educación de niños pequeños también resulta problemática.
¿Pero de dónde viene esta deriva autoritaria, e incluso totalitaria? ¿De Vizcarra? ¿O de una gran cábala reunida alrededor de un George Soros acariciando un gato de Angora a lo Ernst Stavro Blofeld? Probar que haya algún tipo de coordinación es difícil, pero tampoco es indispensable. Después de todo, la judicialización de la política y politización de la justicia, así como las derivas totalitarias en la educación o las restricciones a la libertad de expresión son fenómenos comunes a la mayoría de los países occidentales. Esta semi-dictadura parece haber nacido menos por designio que por convergencia de personajes y grupos con ethos similares.
Por ello, más importante que imaginar intrigas es señalar el origen de esta deriva en términos de psicología política. Existen esquemáticamente dos tipos de ethos en el accionar político, a su vez definidas en función del objetivo que se prioriza: dinamismo o justicia. Extrapolo aquí la distinción de Jonathan Haidt entre las psyche conservadora y liberal en el sentido anglosajón, pero que a mi parecer transciende esa división política.
Una sociedad y un gobierno enfocados en el dinamismo se proponen como objetivo construir (o reconstruir), y elevar el nivel de vida de la población. Ello puede implicar un esfuerzo en grandes obras públicas, así como puede buscar liberar las fuerzas productivas del país mediante la desregulación. Es decir, puede ser de corte tanto estatista como liberal. El gobierno de Fujimori y el segundo mandato de Garcia son emblemáticos de este ethos en el caso peruano. Un gobierno enfocado en el dinamismo concibe la lucha contra la corrupción en términos de evitar desperdicio en proyectos actuales y futuros. Puede perseguir por fechorías pasadas, pero no es la prioridad. La justicia teóricamente está más abogada a preservar la seguridad ciudadana.
Un gobierno enfocado en la justicia se propone como objetivo principal perseguir a los corruptos, o acabar con todas o algunas formas de desigualdad. Busca “moralizar” la política e incluso el funcionamiento de la empresa privada y otros aspectos de la vida en sociedad. El gobierno de Vizcarra encarna bien esta segunda vertiente. En este caso, se sacrifica sin mucho reparo la cohesión social, la seguridad, y sobre todo la productividad de la economía, si ello es el precio que pagar por conseguir “justicia”.
Por supuesto, ambos caminos se prestan a derivas autoritarias. Sin embargo, en el primer caso el autoritarismo es un cálculo explícitamente cínico. En el segundo caso, se llega a privar al enemigo político, o a las “malas figuras” de sus derechos fundamentales, en base a un discurso moralizador. Se denigra al enemigo como alguien sucio y amoral, sin redención posible.
Dado que la “pureza” no es humana, una sociedad obsesionada por erradicar el mal siempre va a encontrar culpables. No hay purga que termine con la corrupción sin matarnos a todos primero. Y cuando esta lógica va más allá de la lucha contra la corrupción de los políticos y busca, por ejemplo, “moralizar” el accionar empresarial (como en el caso de la elusión) lo único que hace es reducir el dinamismo económico. Se generan miedos que inhiben el espíritu emprendedor y la creatividad. Al no producirse los resultados deseados, los justicieros redoblan en su empeño y abogan por reducir los obstáculos institucionales a su accionar. Llenos de un sentido profundo del carácter “moral” de sus objetivos, los justicieros se creen dispensados no solo de respetar los principios fundamentales del derecho, sino también de respetar la noción misma de humanidad (y así, se encarcela sin motivos reales a una madre de dos niñas o a un octogenario con delicada salud). Es lo que uno de mis profesores en Sciences Po denominó en su momento “El Angelismo exterminador” (Alain Gerard Slama – L’Angelisme exterminateur: Essai sur l’ordre moral contemporain”, Grasset 1995). Es decir, lo peor de una sociedad justiciera no es su falsedad (ya que se persigue generalmente al opositor, y otros guardan sus privilegios) sino que su propia lógica conduce a comportamientos que deshumanizan tanto a la víctima como al verdugo y finalmente a la sociedad entera.
¿Que hace que una sociedad se vuelva “justiciera”? Parece haber una ciclicidad en torno a ello, pero esta es en parte de carácter generacional. Quienes pertenecemos a la llamada “Generación X” experimentamos directa o indirectamente la exasperación frente al empantanamiento y mediocridad característicos de los regímenes basados en la igualdad y la consecuente reacción neoliberal (de Carter a Reagan, de Callaghan a Thatcher, o en el Perú de Alan Garcia versión 1 a Fujimori). Somos más propensos a entender la superioridad del principio de dinamismo. Los millenials, que crecieron en una sociedad comparativamente más próspera y menos peligrosa, y que solo han experimentado la crisis del 2008 (percibida como simbolizando los excesos del liberalismo, aunque esta interpretación es altamente cuestionable) tienden a ser en promedio más justicieros.
Lo curioso en el caso peruano es que en el 2016 la población parecía estar más bien orientada hacia el objetivo de dinamismo, luego de 5 años de relativo estancamiento bajo el gobierno de Humala, y eso se reflejó en los resultados electorales. Fue, digámoslo claramente, la torpeza tanto de PPK como de Keiko y su bancada que generaron la desorientación necesaria para abrirle la puerta a quienes simplemente esperaban el momento oportuno para tomar las riendas. Por lo visto, existía en la psyche colectiva una buena base de “justicierismo”, lista a ser explotada. Sin duda, la conciencia que tenemos todos de los altos niveles de corrupción – no vamos a negar lo obvio – contribuyó a que existiera esa base. Y el hecho de que, desde dentro de instituciones tradicionalmente al centro del escándalo de la impunidad (la fiscalía y el poder judicial), se generara un empuje “purificador”, naturalmente generó esperanza en la población. Vemos, sin embargo, lo peligrosas que son esas ilusiones.
Retornar a una lógica de dinamismo es lo que necesitamos como sociedad. Esto es aún más importante siendo el Perú un país “emergente” (aunque este eufemismo para “subdesarrollado” no se justifica cuando la tasa de crecimiento fue apenas 1.1 punto superior a la de USA en el 2018, y 0.7 a la de Singapore, a pesar de que esos países nos superan en PBI per cápita nominal por un factor de 9x, y en PPA 4x y 7x veces respectivamente). Lamentablemente, no es improbable que las cosas empeoren en vez de mejorar. Se empieza a oír voces que claman por una restricción de la libertad de expresión (ya limitada por la uniformidad y concentración de los medios). Aunque claramente existe en parte de la población gran resentimiento por los atropellos que se están cometiendo, el fervor justiciero, guillotinero, solo parece estar radicalizándose en otros sectores – los cuales tienen la sartén firmemente por el mango. Tal vez este no es tan solo el état d’esprit del momento sino más bien un zeitgeist. Es posible que la conciencia de este fenómeno haya contribuido a la perdida de esperanza en el expresidente. Pero más allá de ese caso particular, es una amenaza para todos. Se está destruyendo las bases de nuestra libertad, y se está descuidando la tarea de construir nuestro bienestar material futuro.