Los tiempos actuales lucen complicados. A los ruidos políticos locales y sus desinfladas, debemos agregarles proyecciones de crecimiento global cada vez menores. Pero estas dificultades no solo nos inquietan; nos hacen miopes. Es necesario recuperar una perspectiva a largo plazo, pues un manejo cortoplacista aceptable no garantiza nada. La estabilidad y un ritmo de crecimiento importante (aunque solo regionalmente) pueden esconder que apenas estamos flotando.
Frente a esto es necesario quebrar un mito: el crecimiento y el desarrollo son fenómenos distintos. En el largo plazo, no existe diferencia. Ningún país que crece por décadas a tasas cercanas al 10% ha dejado de desarrollarse. Quienes señalan que hay una diferencia y tratan de aplicar sus creencias en el Perú enfocan en realidad episodios de crecimiento raquítico, por su escala o por su duración. Y lo hacen, además, vendiéndonos tácitamente que el desarrollo puede ser alcanzado de manera rápida, redistribuyendo ingresos (porque seríamos muy ricos) y acabando con la corrupción. Pero la realidad desprecia esta creencia. Nuestro producto por habitante no llega ni al décimo del de un país rico. No alcanzaría ni redistribuyéndolo ni gastándolo todo transparentemente. Después de más de una década de crecimiento, ¿dónde estamos hoy?
Ponderando décadas en lugar de años, nuestra evolución luce contrapuesta. Es cierto: el crecimiento por habitante –medido en dólares– ha saltado del 2001 al 2012. De hecho, una tasa de 4.6% es mucho mayor que las registradas en los sesenta (2.4%), setenta (0.9%), ochenta (-2.7%) o noventa (2.2%). Pero una década no alcanza ni ayuda el que su tasa promedio de crecimiento no llegue ni al 5%. Requerimos crecer más y por mucho más tiempo. Pero esto no es todo. El desarrollo no es estático. Los estándares de país desarrollado se elevan cada década. Si bien no existe un índice indiscutible, tomar como referente el ratio promedio por década del producto por habitante de un país con el de alguna nación ícono de desarrollo económico –digamos, Estados Unidos– resulta sugestivo. Al hacer esto con nuestros datos emergen dos hallazgos.
El primero: que entre los sesenta y los noventa nos subdesarrollamos severamente. Casi no crecimos (0.7% al año), mientras el resto del planeta crecía casi tres veces más por esos treinta años. Como resultado, nuestro ratio del producto por habitante como fracción del similar estadounidense se redujo 5.7%. Un enorme retroceso.
El segundo: que la mejora 2001-2012 (de solo 1.1% en dicho ratio) es solo una pequeña recuperación del nivel de desarrollo registrado en los sesenta, antes de que se materializaran las ideas económicas del velascato, la Constitución de 1979 o el primer gobierno de García. Sí, a pesar de que la abuelita no tenía ni televisor por cable ni tablets, ni los tratamientos médicos de hoy, en términos relativos –comparando lo que era desarrollo económico en cada momento– a ella le tocó vivir en una sociedad peruana más desarrollada.
Si no tomamos acciones para revertir este cuadro, no caigamos en sorpresa si a la larga nos mantenemos en el usual grupo de perdedores sudamericanos.