Hoy, la función de información y formación de opinión se ha trasladado en buena medida a las redes
El Tiempo de Bogotá
Moisés Wasserman
17 de diciembre 2020
En una época no lejana, el periodista y el columnista tenían un acceso privilegiado a la gente; eran formadores de opinión pública. No hay medio informativo serio que no tenga un manual con normas éticas estrictas que limitan ese privilegio de informar asegurando (en lo posible) veracidad, rigor en las fuentes y benevolencia. Hoy, la función de información y formación de opinión se ha trasladado en buena medida a las redes sociales. Ese hecho amplió el derecho de las personas a opinar (lo que es muy positivo), pero no les trasladó el manual de ética. La opinión quedó como un derecho que perdió su imagen especular, que es la de un deber.
Hace unos días, tras leer la noticia en la prensa internacional, escribí en Twitter que si el Reino Unido iba a vacunar a la reina Isabel y al gabinete de Johnson, y en Estados Unidos iban a vacunarse públicamente Biden, Clinton, Obama y Bush, los colombianos podíamos vacunarnos con tranquilidad. Lo escribí preocupado por las encuestas que mostraban que un 40 por ciento de las personas no quieren vacunarse.
Recibí algunas respuestas que merecerían ser investigadas por psicólogos sociales. Una de las primeras decía que ese era el plan del “genocida” Bill Gates, que les inyectaría microchips y ganaría dominio mundial sometiendo a su voluntad a tamaños personajes. Exploré un poco más en la red, y esa teoría conspiratoria tiene más capítulos: que el laboratorio de Wuhan pertenece a Glaxo y que Pfizer es dueño de Glaxo y Gates tiene acciones de Pfizer y eso explica la emergencia del virus en Wuhan. Absolutamente delirante generando conexiones imaginarias, pero todo expresado como una sólida opinión.
Llegaron otras muchas opiniones. Una recurrente se burlaba de mi ingenuidad al pensar que a nosotros nos iban a dar la misma vacuna que a ellos. La conspiración es clara: hay dos productos, uno para los ricos que sirve y otro para los pobres que no sirve. Algunos, por el contrario, eran de la opinión de que a esos personajes les inyectarían un placebo inocuo para convencernos de comprar la vacuna. No faltaron las acusaciones de que mis tuits eran pagados por los conspiradores.
El derecho a la opinión es indiscutible y universal, pero me pregunto si no conlleva alguna responsabilidad. Yo no recomendaría hacerle caso, por ejemplo, a un industrial que opine que la materia no está compuesta por átomos, sino por los elementos: aire, fuego, agua y tierra. Tampoco recomendaría a un médico que opine que su enfermedad la causa la bilis negra y debe tratarla con sangrías. Esas opiniones son inválidas porque no están soportadas por hechos ciertos.
Alguien, también en las redes, reclamaba el derecho absoluto a cualquier opinión. Decía que la base de la participación ciudadana es la opinión y, siendo un derecho fundamental, todas deben ser igualmente respetadas.
Recuerdo el caso de las “conferencias de consenso” danesas (iniciadas en 1987 y luego imitadas en otros países de Europa). El Parlamento convocó paneles de 14 a 24 ciudadanos escogidos aleatoriamente para oír su opinión sobre la introducción de nuevas tecnologías. Los paneles fueron precedidos por una ilustración intensa a cargo de diversos expertos. Uno explicaba la ciencia y la tecnología que soportaban el proyecto, un filósofo discutía con ellos las implicaciones éticas, un economista analizaba impactos en las finanzas, sociólogos, antropólogos y psicólogos discutían los impactos en las personas y en los grupos. Después de esa inmersión, el panel se reunía a discutir hasta llegar a una recomendación al Parlamento. Sin esa preparación previa, 24 ciudadanos escogidos al azar nunca hubieran podido llegar a un consenso tan ilustrado. No quiero imaginar al Parlamento danés recogiendo la opinión ciudadana en Twitter.