La cantidad de ideología que se vierte con ocasión de la ley de empleo juvenil es pasmosa. Un asunto tan sencillo y de sentido común como reducir algunas obligaciones legales a fin de facilitar la contratación de jóvenes sin mayor preparación para que incluso puedan ser capacitados en las empresas se convierte en la demostración de que las grandes empresas o el “neoliberalismo criollo” quieren aplicar acá la experiencia china de sacrificar a una generación de trabajadores con bajísimos salarios para ganar competitividad en el mundo, sin tomar en cuenta que eso fue posible en la China porque allá no hay democracia (Gonzalo Portocarrero, El Comercio, 31/12/14).
Selecciono a Portocarrero porque se trata de un sociólogo muy destacado. Pero irse hasta la China es francamente delirante. Es evidente que si la formalidad laboral es muy costosa, pocos accederán a ella. Es matemática simple. Y la del Perú es una de las más costosas y rígidas del mundo (puesto 130 de 144 según el WEF en rigidez).
No hay que ir, repito, hasta la China: basta comparar nuestra estructura de “derechos laborales” con las de Chile, Colombia, México u otros países latinoamericanos, para no hablar de Estados Unidos que, según el argumento de Portocarrero, tendría que ser una dictadura totalitaria y no la primera democracia del mundo para que allí haya menos de la mitad de los “derechos” laborales que tenemos en el Perú, con vacaciones que en muchos estados comienzan siendo de 7 días al año, por ejemplo, y sin embargo haya casi pleno empleo.
También se podría mencionar a Dinamarca, arquetipo de socialdemocracia y de Estado de bienestar, donde hay despido libre sin indemnización, pero con seguro de desempleo y capacitación, de modo que el mercado laboral, siendo seguro para los trabajadores, es tremendamente flexible, fluido y dinámico facilitando las decisiones de las empresas y la generación de empleo.
En el Perú creemos en el paraíso por decreto: tenemos altísimos “derechos”, pero para muy pocos, condenando a generaciones de trabajadores al desamparo. Por eso es que la informalidad laboral en nuestro país está alrededor del 74%, cuando, según Gustavo Yamada, no debería sobrepasar el 40% dado nuestro nivel de desarrollo.
Por eso es que pese a que el empleo urbano adecuado se ha doblado asombrosamente en los últimos años, la informalidad casi no ha caído. Y por eso es que, absurdamente, hay muchos menos trabajadores en la mediana empresa que en la grande, pues pocas empresas pueden dar el salto a la mediana sin sucumbir a los altos costos de la formalidad.
Uno imagina, entonces, que la preocupación de un sociólogo de izquierda sería cómo incorporar a esa vasta mayoría desprotegida en un esquema que garantice derechos básicos. ¿Cómo? Esa es la pregunta y no otra. Portocarrero propone, al final de su artículo, el “sinceramiento y las negociaciones y acuerdos entre capitalistas y trabajadores, mediados por la clase política”.
De acuerdo, ¿pero quién representa en esas negociaciones a la gran mayoría sin derechos? ¿Los científicos sociales? Parece que no. Ellos prefieren irse a la China.