Estamos viviendo una paradoja: en teoría, hay condiciones casi perfectas para la gobernabilidad, porque ya no hay oposición. Al gobierno lo limita solo su propia incapacidad. La gran confrontación política de los dos últimos dos años y medio desapareció hace unos meses. El camino está completamente despejado. Pero al mismo tiempo hay una sensación de anomia política y social, de naufragio moral, de incertidumbre, de que las cosas no avanzan y las decisiones no se toman.
Hemos pasado de la confrontación política a la descomposición política, del enfrentamiento de poderes al pequeño enfrentamiento mezquino dentro de las bancadas, de la obstrucción al desbande, de las grandes acusaciones a la repartición generalizada y equitativa de culpas, supuestos delitos y malsanas reuniones.
Es el boomerang de la criminalización de la política, que ahora alcanza a todos. Los medios replican y amplifican el mismo procedimiento perverso de la fiscalía: convierten donaciones de campaña en delitos, reuniones con empresarios en asociaciones criminales, pecados veniales en mortales. La escandalización de la política presenta cada conversación como un acuerdo colusorio, cada cóctel como un ágape vergonzante. Los lobos mediáticos afinan su olfato para encontrar y destapar diariamente el estercolero de la política, convirtiendo a los espectadores en adictos al mal olor. Esa adicción atrapaba antes solo a los antifujimoristas, pero ahora ya nadie se escapa en la medida en que las manchas empiezan a aparecer hasta en la imagen del presidente de la República.
La gran lucha anticorrupción está dejando de ser un activo político para convertirse en un pasivo que termina hundiendo a toda la clase política en el abismo moral y a los funcionarios en eunucos que no toman decisiones. Por eso, parafraseando a Max Weber, es indispensable pasar de la etapa carismática de la lucha anticorrupción a la etapa operativa, racional o técnica. Concretar la reforma del sistema justicia. Luchar contra la corrupción real de los gobiernos locales, regionales, hospitales, comisarías, etc. Montar un efectivo sistema de denuncias.
Por supuesto que hay que limpiar. Pero allí donde está la inmundicia. El presidente tiene que cambiar de agenda. La lucha anticorrupción contra el gran leviatán político ya se agotó (y lo alcanzó). Tiene que aterrizarla en aquella que oprime efectivamente al pueblo día a día. Y liderar al país hacia grandes objetivos nacionales: el abatimiento de la anemia, formalización, salud efectiva y pensiones para todos, el desarrollo de la minería como gran palanca nacional (¿qué tal si convoca a un referéndum para que el pueblo se pronuncie si quiere o no minería y romper el temor a autorizar proyectos?). Movámonos.
Por: Jaime de Althaus, Periodista y antropólogo
El Comercio, 1 de marzo de 2019