No hay fiesta o celebración de proporciones que no haga gala de su hora loca. La figura es sencilla: un tiempo después de iniciado el jolgorio, esta llega súbitamente. Un momento en que todo se sale de control (se distribuyen exuberantes regalos, los amigos lanzan al novio y/o a la novia por los aires), en que todo puede pasar (aparece el cantante o grupo musical de moda) y en el que usualmente la fiesta puede alcanzar su momento más febril y desatado.
Los límites y características de cada hora loca podrían resultar indeterminados…, si no fuera por una implacable regularidad: las horas locas cuestan. Y contra más largas u ostentosas resulten, los costos suben.
Consecuentemente, todas las horas locas acaban. La gente se cansa, el jolgorio deja de ser divertido y las facturas se materializan. Todo implacablemente. El buen juicio del organizador de fiestas (horas locas incluidas) significa calibrar las características del festejo en función a lo que se desea y a las capacidades de pago.
En materia de política económica, también existen momentos memorables en que el gobierno se pone especialmente regalón, para beneplácito de algunos. El detalle aquí lo pone la institucionalidad del país. Cuando existen claros límites legislativos y fiscales, las horas locas macroeconómicas son acotadas. Ergo, aburridas.
Cuando, en cambio, la institucionalidad es un desastre, las horas locas económicas resultan desproporcionadas y nada aburridas. Pero sus costos pueden ser tan destructivos y significar facturas tan abultadas, que ni una generación de contribuyentes puede terminarlas de pagar.
Quizá los peruanos nos encontremos ad portas de una nueva hora loca fiscal. Vivimos dentro de una timorata pachanga fiscal; aburrida, pero fiesta al fin. Los gastos estatales y la regulación no dejan de inflarse mucho más de lo que crece la economía. Solo del 2000 a la fecha, en dólares, el gasto de capital y las remuneraciones del gobierno se han inflado en más de cinco y tres veces, respectivamente, mientras se generan más de 40 mil nuevos dispositivos legales cada año.
Pero, en adelante, las cosas vienen muy diferentes. Les importará poco que la brecha externa esté deteriorándose y que ya no exportemos o captemos inversiones como hasta hace poco. Lo inquietante viene del lado político: tenemos hoy un Ejecutivo noqueado por sucesivas acusaciones de corrupción y un Legislativo fuera de control.
Como en toda hora loca, el buen juicio será previsiblemente escaso. Esta vez el desmadre fiscal estará sellado por el simpático término: políticas públicas. Recordemos, fuera del mundo de las ilusiones y la ideología, que toda política pública nos remite a nuevos gastos, subsidios o impuestos y/o la introducción de nuevas licencias monopólicas. En este plano no resulta casualidad el que algunos de nuestros más desesperados congresistas –del partido de gobierno y de la oposición– planteen la renuncia del ministro de Economía y Finanzas (MEF), y obviar la aprobación previa del MEF ante nuevas autorizaciones de gastos o barreras (perdón, políticas públicas).
Con congresistas ansiosos por reelegirse, esta iniciativa despierta suspicacias que no deberíamos tomar a la ligera.