Imagínese el siguiente diálogo, digno de una columna de la China Tudela:
“-Ay, Tessy, no sabes. El otro día fui al estilista para que me laceara el pelo, me cobró S/.200 y mira cómo me ha dejado. Parezco un poodle con permanente.
-Hija, no te preocupes. Anda y quéjate al Indecopi.
-¿Qué? ¿Allí me arreglan el problema?
-No lo sé, pero quejarse allí es recontracool”.
A mediados de los 90 participé en el Indecopi, cuando daba sus primeros pasos. Había entusiasmo, pero también incertidumbre. Era un modelo interesante. Nunca antes en el mundo se habían colocado tantas funciones (antimonopolio, competencia desleal, protección al consumidor, propiedad intelectual, dumping, reglamentos técnicos, eliminación de barreras burocráticas) bajo un mismo techo.
Recuerdo una reunión con consultores del Banco Mundial. Les preocupaba particularmente el área de protección al consumidor.
Era un área complicada. La tentación mediática nace de que la protección al consumidor es un tema “políticamente vendible”.
El gobierno presionaría para mandar mensajes que inflarían la demanda, acumulándose miles de casos ya imposibles de atender. Y para hacer la concesión política, Indecopi entraría en una espiral cada vez más y más intervencionista. Y sería un intervencionismo con una tendencia natural al populismo: darle al consumidor lo que pide, sin importar que al final ello aleje los productos de su alcance y afecte la competencia en el mercado. Consumiría muchos recursos y daría muy pocos resultados.
La segunda preocupación que les causaba esta área tenía que ver con los segmentos que atiende. Era de esperar que los costos para activar el sistema (abogados, tiempo, etc.) condujeran a que esos recursos escasos atendieran la demanda con mayor poder adquisitivo, descuidando a la de menos ingresos. Recuerdo claramente que nos dijeron lo siguiente: “Van a ver cómo se llenan de casos de tarjetas de crédito, viajes de turismo y productos caros y suntuarios. Habrá pocos casos de productos o servicios de primera necesidad o que atiendan las canastas de consumo de las personas más pobres. La protección al consumidor tiende a atender solo a las clases media y alta”.
Hoy, más de 15 años después, la predicción se cumplió. Tenemos un Indecopi con una protección al consumidor populista. Y basta revisar las propias estadísticas de Indecopi para ver que los bienes y servicios más quejados no son necesariamente los consumidos por los más pobres: servicios bancarios y financieros, transporte (no concentrado en combis asesinas sino en pasajes aéreos), electrodomésticos, seguros y similares. Incluso en segmentos más democráticamente representados como educación, los casos se concentran en colegios privados y no precisamente en los más baratos. En el puesto 10 de quejas atendidas recientemente aparece vestido y calzado (posiblemente de prendas compradas en boutiques de las amigas de la China Tudela). Más abajo aún, en el puesto 15, aparece, cerca de la cola, alimentos.
Dirán que no necesariamente esos servicios son consumidos solo por los sectores A y B. Y es correcto. Pero el gasto público (y nuestros impuestos) en protección al consumidor se concentrará en atender problemas de las personas con más recursos, y desentenderá a los que menos tienen.
Lo cierto es que, en descargo del Indecopi, este es un fenómeno mundial: en casi todos los países con instituciones gubernamentales parecidas se gasta mucho para proteger las decisiones de consumo de las personas con más ingresos, con un populismo regresivo que ofrece paternalismo estatal a quienes más tienen. De lo que sí podemos hacer al Indecopi responsable es de impulsar una espiral de populismo con tendencia a la pituquería.
La protección al consumidor del Indecopi está hoy atrapada en toneladas de expedientes atraídos por reglas bajo las cuales el consumidor siempre tiene la razón, y si no la tiene, igual hay que dársela. El populismo del Indecopi no solo fomenta la irresponsabilidad de los consumidores, sino que, de manera inconsistente, ni siquiera es un populismo “popular”.
Publicado en El Comercio, 25 de enero de 2014