Es culpa de economistas que la palabra ‘productividad’ se utilice en el habla corriente de manera confusa y a veces equívoca. Puesto de manera simple, este término trata de medir si podemos hacer más con aquello de que disponemos para producir bienes o servicios.
En la producción utilizamos normalmente capital (máquinas, instrumentos, herramientas, etc.) y trabajo. Por lo tanto, si este año terminamos produciendo 3% más bienes o servicios que el año pasado sin agregar más capital ni emplear más horas de trabajo, entonces podemos decir que la productividad aumentó en 3%. Pero si en cambio aumentamos el capital y las horas de trabajo en 5% y terminamos produciendo solo 5% más que antes, entonces decimos que la productividad no aumentó –se quedó estancada, ya que todo el aumento de la producción se debió a que usamos más factores de producción (capital y trabajo), pero no pudimos “sacarles más jugo” que antes–.
Si miramos al Perú desde la mitad del siglo XX, descubrimos que empezamos siendo muy productivos, es decir, ese tercer elemento que no es trabajo ni capital –la productividad– crecía saludablemente pero a partir de la década de 1970 perdimos el rumbo. Nos embarcamos en esquemas estatistas, empezamos a creer en “industrias estratégicas”, cerramos nuestra economía a la competencia externa, obligamos a nuestros empresarios a surtirse en el mercado local de productos de baja calidad (producto de la falta de competencia), instauramos la estabilidad laboral absoluta para beneficiar a una élite laboral, y, como si eso fuera poco, el Estado empezó a gastar en exceso y mal. Pronto aprenderíamos que para crecer no basta más capital y más trabajo. Se requieren de las instituciones, las políticas económicas apropiadas e incentivos para usarlos eficientemente. El Estado acababa de destruir precisamente todas estas condiciones.
De 1950 a 1970 el Perú crecía a tasas promedio de 5,6%. La inversión contribuía al crecimiento con 2,5% y el aumento del empleo con 1,55%, pero el tercer elemento, la productividad, nos agregaba otros 1,55% para llegar a ese 5,6%. Pero con las políticas del gobierno militar, pronto empezamos a sufrir las consecuencias: invertíamos más que antes; seguíamos incorporando más mano de obra; pero el tercer elemento en lugar de agregar al crecimiento nos empezó a restar 1% de crecimiento por año. ¡Es decir, producíamos menos con más recursos! Luego se produjo la hecatombe de la década de 1980, donde la productividad caía tanto que nos restaba 3,7% de crecimiento cada año. Agregábamos capital y trabajo, pero, en esa década, nuestra economía se encogía a ritmo de -0,6% por año. Hacíamos cada vez menos con más.
En la década de 1990 la productividad empezó a aumentar rápidamente, contribuyendo con 1,4% cada año al crecimiento de 5,7% promedio de esa década. Y a partir del 2001 la productividad explosionó contribuyendo 3% al 6,4% promedio de crecimiento. Hoy el Ministerio de Economía y Finanzas proyecta que podemos seguir aumentando la contribución de la productividad en 2,6% por año si aceleramos las reformas en educación, salud, el mercado de trabajo y construimos más infraestructura.
El crecimiento de los últimos 22 años ha tirado por tierra todo el discurso sobre el “cambio del modelo económico”. Gracias a que abandonamos esos esquemas trasnochados de las décadas de 1970 y 1980, se cortó la pobreza de 53,4% de la población a casi la mitad y se ha generado una pujante clase media. Hoy nuevamente el tercer elemento ha vuelto a multiplicar el efecto de la creciente inversión y empleo