Por: Mijael Garrido Lecca
Expreso, 10 de noviembre de 2019
Hace un siglo, hablar de revolución evocaba de inmediato los cañonazos del Crucero Aurora y la toma del Palacio de Invierno por parte de los bolcheviques. Evocaba a Rosa Luxemburgo y a la revolución mexicana y su impacto en América Latina. Evocaba la inserción del lejano Oriente al mundo del capitalismo y sus guerras mundiales. Así, la revolución es un concepto que ocupa un lugar hegemónico en los discursos y narrativas políticas de varios de los pensadores peruanos que le darían forma -con su obra- al siglo XX. Me refiero a José Carlos Mariátegui y, principalmente, a Víctor Raúl Haya de la Torre.
Hoy toca, con la perspectiva que brinda la Historia, volver a pensar en si es que es posible -y, más aún, necesaria- una revolución en el siglo XXI y, de ser la respuesta afirmativa, cómo es que esta debe configurarse. ¿Qué alcances debe tener? ¿Qué la hace distinta a un simple cambio? ¿Por qué sería un punto de inflexión? Naturalmente, agotar esas preguntas reclamaría un espacio y un tiempo (además de una combinación enciclopédica de conocimientos) que una columna de opinión no puede agotar. No obstante, creo que algunas pinceladas pueden darse en torno a este complejo y harto espinoso tema de la revolución.
Una revolución, lo señala Hobsbawm en su vasta obra histórica, suele empezar a fraguarse mucho antes del chispazo que le da inicio a su vida activa (por usar un término) y se prefigura cuando una serie de hechos concomitantes aparecen en mismo espacio histórico. Así, cuando Dickens se columpia entre el París de la revolución francesa y el Londres de la revolución industrial en esas palabras -fantásticas- que abren “Una historia de dos ciudades” deja ver, con la óptica de Hobsbawm, que ni la revolución francesa empezó con la toma de la Bastilla; ni la industrial con la invención de la máquina a vapor. Esos fueron los chispazos.
Dicho esto, pienso que las situaciones están dadas para que en nuestro país se dé una gran revolución. Un proceso radical que reasigne valores y que marque un antes y un después y que conduzca a nuestra república a un destino que aún no ha conocido: el primer mundo. No estoy hablando, por si es que es necesario que lo diga, de una revolución en el sentido leninista -y fallido, por tanto- de la palabra. Estoy hablando de un proceso acelerado de cambio que permita que en una generación el Perú dé un salto cuántico y que los peruanos dejemos de ser ese pueblo sometido al devenir de los vientos que controlan variables lejanas.
La revolución del siglo en el Perú debe ser la erradicar la pobreza. Que nuestro país cumpla 300 años y que en las escuelas públicas se hable de aquellos siglos de corrupción, desgobierno y miseria. Pero que se hable de esos flagelos en la clase de Historia y no en los recreos. Y yo creo que los jóvenes peruanos podemos -¡debemos!- hacer cuanto esté a nuestro alcance para que esto suceda. Claro: escribirlo en unas líneas parece sencillo, pero la tarea es titánica. Casi utópica. Pero no quito el casi. Ser una república rica, culta y poderosa es posible. En ese casi descansa la ilusión que debemos mantener viva. Siete de cada 10 peruanos opera en la informalidad. La pregunta que debemos hacernos, antes de hablar de políticas públicas, es cómo revertimos esta situación: hay que bajar los costos de la legalidad.
Ser parte del sistema formal en el Perú es subjetivamente muy caro y comparativamente inútil: los hospitales parecen camales, los colegios públicos conmueven, la Policía hace esfuerzos inmensos y logra resultados austeros y el Poder Judicial… Si a mí me preguntasen si prefiero que me asalten a mano armada o si debo ir a un litigio en el Perú diría, directamente, que prefiero un revolver en la sien. Hay que diseñar mecanismos que incluyan a los más pobres dentro del sistema: crear nuevas formas de personaría jurídica, estimular el acceso al crédito, impulsar con ímpetu la conferencia de derechos de propiedad (que abre las puertas al crédito). Hay que liberar ingresos disponibles de los pobres extremos conectándolos a los servicios básicos por los que la informalidad los condena a pagar exponencialmente más.
La ineficiencia del Estado parece cobrarle a los menos favorecidos un impuesto tácito. Una tasa por ser pobres, estigmatizados: vaya usted y pague más de diez veces que un sanisidrino por un litro de agua. Le hemos dedicado nuestros primeros 200 años a luchar contra la pobreza. Hagamos una revolución: dediquémosle 50 años a generar riqueza para los más pobres. Ellos saben cómo. Démosles las herramientas. Que cada individuo sea inoponiblemente libre de decidir. Que la paz sea una constante. Que la propiedad privada, fruto del trabajo duro, sea siempre respetada. A ver si empezamos a ver desde el otro lado de la mesa. Quién hace más patria: ¿el activista que cruza los brazos esperando que la esperanza venza al miedo o quien aprende a cargar la cruz de pagar una planilla todos los meses? ¿Hacia dónde queremos ir? Yo sí creo en una revolución: pero no en la que venden los traficantes de miserias ajenas.
Yo creo en una revolución que lleve al Perú a ser un país en donde las únicas miserias sean las que el mero hecho de vivir impone. Que al muro de Berlín lo tumbó la libertad un día como hoy hace 30 años. Y quieren venirnos con ese cuento… A otro perro con ese hueso.