Cuando un espía estadounidense declara al mundo que la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos espían a su propia ciudadanía y a sus aliados internacionales, la verdad es que la noticia –pese al alboroto que pueda causar– no es novedosa.
La creación del FBI al inicio del siglo XX (incluido el controversial mando de J. Edgar Hoover), cuya función principal era la de investigar a personas del país y extranjeros considerados ‘peligrosos’ para la integridad de la nación y, luego, la formación de la CIA en 1947, por orden del presidente Harry Truman para espiar no solo a escala nacional sino también internacional, son muestras de un compromiso nacional con el espionaje. Y lo mismo se puede decir de todas y cada una de las demás naciones, desde casos conocidos de espionaje entre el Perú, Ecuador y Chile hasta la reciente renuncia del primer ministro de Luxemburgo por no controlar las acciones de espionaje interno de las agencias de seguridad de ese pequeño país europeo. Lo novedoso ahora es que la magnitud y los actores del espionaje han cambiado y están cambiando a la velocidad de luz.
El mundo actual es uno en el que los estados pueden almacenar enormes cantidades de información a costa de la privacidad de los individuos. Pero también es un mundo donde los niños comienzan a manejar sistemas informáticos antes de caminar y donde las personas pueden contar con las capacidades técnicas para desafiar el monopolio sobre la información que teóricamente detentan los estados. En este contexto emerge una nueva clase de actor político que desafía los poderes tradicionales y verticales, y que cuestiona la capacidad de los estados de violentar la privacidad de los individuos sobre la base de su propia capacidad para espiar a los propios estados y así acceder a la información de la que estos disponen y difundirla. Los ‘Snowdens’ cambian así el ajedrez en un juego en donde el peón tiene ahora tanto poder como los reyes y las reinas, con lo cual se aplana la cancha de manera muy visible y notoria.
Aun así, la denuncia de la intrusión de los estados sobre los individuos plantea sus propios desafíos. ¿Qué debe transparentarse y qué no? ¿Por quién y con qué motivos? No hay duda de que el uso masivo de las modernas tecnologías de la información es vital enla protección de los estados contra ataques terroristas (en Estados Unidos se han evitado varios así) o para la captura de sus responsables.
Pero, inapropiadamente usada –como es la difusión de información sobre personas cuya protección está vinculada justamente a mantenerlas en un relativo anonimato, como algunos periodistas amenazados de muerte o trabajadores en la comunidad de derechos humanos, por ejemplo– puede constituir un arma poderosa para quien la maneje.
¿Quién decide? Por delante está un importante debate acerca de cómo se balancean los derechos de información del pueblo sin medrar la seguridad de los estados que lo protegen. No habrá respuestas fáciles.