Por Juan Carlos Hidalgo, Instituto Cato
El Comercio, 29 de junio de 2018
«Nicaragua guarda lecciones para el resto de América Latina, donde el poder económico tiene un largo y triste historial de buscar el acomodo con el poder político»
Nicaragua fue por más de una década el gran acertijo latinoamericano: estable y en crecimiento, pero con un régimen abanderado del socialismo del siglo XXI. La ironía se explica en gran medida por el pacto faustiano que los empresarios alcanzaron con Daniel Ortega, que les garantizó un ambiente óptimo para la inversión a cambio de que consintieran la instauración de una dictadura. La apuesta les falló a ambos, pero el principal perdedor ha sido el pueblo nicaragüense.
Los empresarios tenían buenas razones para temer el regreso de Ortega. En su primer mandato (1979-1990), el líder sandinista hundió la economía a través de expropiaciones, controles, sobreendeudamiento e hiperinflación –la que superó los 33.000% en 1988–. La debacle fue de tal magnitud que el PBI per cápita de Nicaragua –en dólares constantes– aún no recupera su nivel de 1978. Sin embargo, en su segundo turno en el poder, Ortega mantuvo la retórica socialista y prácticas autoritarias, pero optó por el pragmatismo y la ortodoxia económica. ¿Cómo explicar el cambio?
La estabilidad jurídica es uno de los factores más preciados por el empresario a la hora de tomar decisiones de inversión. En democracias liberales, esta se logra mediante un Estado de derecho que garantiza la propiedad privada, el debido proceso y la predictibilidad de las normas. No obstante, el mercantilista “modelo chino” –que ostenta algunos de estos elementos, pero como prerrogativas que dependen del capricho del poder político– ha inspirado a una generación de autócratas a emular dicho sistema bajo la creencia de que el crecimiento económico resultante aplacará las demandas por libertades políticas.
Con ese norte, Ortega apostó por pactar sus políticas económicas con el empresariado, que mordió el anzuelo. De tal forma, el gobierno sandinista se deshizo en múltiples y generosos incentivos e hizo gala de acuerdos de libre comercio con Estados Unidos y la Unión Europea. Todavía en diciembre, José Adán Aguerri, presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada, destacaba cómo en Nicaragua “los temas económicos son consensuados con el sector privado, y de alguna manera esto tiene una enorme importancia en el marco legal en que las empresas operan y que ha permitido que […] hoy tengamos un clima de negocio bastante positivo”.
Al mismo tiempo, Ortega desmantelaba las endebles instituciones democráticas del país. La Corte Suprema de Justicia controlada por el sandinismo avaló su reelección en el 2011. Tres años después, la Asamblea Nacional aprobó la reelección indefinida. En el 2016, el Consejo Electoral despojó a la oposición de sus escaños y se instauró en el Parlamento un régimen de facto de partido único. Ese mismo año, Ortega se reeligió luego de que todos sus principales opositores fueran descalificados. Su esposa Rosario Murillo fue elegida vicepresidenta. Además, la familia Ortega Murillo se fue haciendo del control de la mayoría de los medios de comunicación. Nicaragua se convirtió en una cleptocracia dinástica.
Mientras esto ocurría, el empresariado prefirió hacerse de la vista gorda, señalando que lo suyo era producir. “El sector privado de Nicaragua tiene una dinámica de trabajo con el gobierno donde se tratan temas estrictamente económicos”, advirtió Martín Argüello, vicepresidente de la Unión de Productores Agropecuarios de Nicaragua. “Si Ortega es reelecto, los empresarios no se opondrán”.
Sin embargo, cuando pocos lo esperaban, la población se hartó de la corrupción generalizada y se lanzó a las calles en una ola de protestas que ya suma más de 280 muertos. El sector privado, que hasta hace unos meses se preciaba de la estabilidad y seguridad jurídica que le ofrecía el régimen, hoy ve cómo Nicaragua se consume en el caos. Según estimaciones de la Fundación Nicaragüense para el Desarrollo Económico, si los conflictos sociales persisten por el resto del año, las pérdidas económicas alcanzarían los US$916 millones y el PBI se contraería en 2 puntos porcentuales –originalmente estaba proyectado a crecer 4,6% en el 2018–.
Nicaragua guarda lecciones para el resto de América Latina, donde el poder económico tiene un largo y triste historial de buscar el acomodo con el poder político: la estabilidad macroeconómica sin democracia, transparencia y libertades políticas no es deseable ni sostenible.