Moisés Naím, Economista
El Comercio, 02 de julio de 2016
El ganador se lo lleva todo. Esta es una de las tendencias en los países donde la desigualdad económica se ha agudizado. En estos países, unos pocos “ganadores” (el famoso 1%) se lo llevan todo. O para ser más precisos, los “ganadores” captan una altísima proporción de los ingresos y acumulan la mayor parte de la riqueza del país.
Esta pronunciada desigualdad económica es uno de los factores que contribuyen a fomentar otra de las tendencias del mundo de hoy: la desconfianza. Todas las encuestas que sondean los índices de confianza en diferentes países descubren que la confianza está en caída libre. La gente confía muy poco en el gobierno, la empresa privada, las organizaciones no gubernamentales o los medios de comunicación social. Cada año, los indicadores de confianza bajan más.
Y peor aún, instituciones que antes estaban por encima de toda sospecha ahora no logran eludir la ola de desconfianza que azota a las demás. En los últimos años, las crisis económicas y políticas han socavado la confianza de la opinión pública en “los expertos” y los múltiples escándalos sexuales y financieros han hecho menguar la confianza que la gente tiene en la Iglesia Católica. Según estos sondeos, en todas partes la gente tiende a confiar principalmente en familiares y amigos.
Salvo excepciones. A veces, una población normalmente desconfiada y cínica de repente decide depositar toda su confianza en ciertos líderes o movimientos políticos. Así, la confianza de la gente parece tomar solo dos formas: todo o nada. Es bipolar.
Resulta que con la confianza está pasando algo parecido a lo que ha sucedido con la economía: el ganador se lo lleva todo. De pronto, aparecen individuos que logran despertar una confianza enorme y a toda prueba en una población que es habitualmente escéptica. Hemos visto cómo la confianza de la gente en ciertos líderes se mantiene a pesar de su comprobada propensión a tergiversar la realidad, adulterar estadísticas, hacer promesas a todas luces incumplibles, lanzar acusaciones infundadas o, simplemente, mentir.
Miente que algo queda
Es sorprendente ver cómo una población normalmente recelosa decide creer en alguien que le miente –y cómo le sigue teniendo confianza aun después de que su mendacidad se hace evidente–.
Donald Trump es un buen ejemplo de esto. Los medios de comunicación dan un recuento diario de las afirmaciones que hace Trump y que, al verificarse, resultan falsas. Esto, sin embargo, no hace mella en el entusiasmo de sus seguidores.
Muchos simplemente creen que quienes mienten son los periodistas que dicen revelar la falsedad de las afirmaciones del candidato. Para otros, los hechos no importan. Trump les ofrece esperanzas, protecciones y reivindicaciones que forman un paquete irresistible –y del cual ellos no se van a desencantar por datos y hechos incómodos–.
Algo parecido acaba de pasar con el ‘brexit’. Uno de los espectáculos más insólitos del día después del referéndum fue ver y oír a los líderes del ‘brexit’ negar las promesas y datos en los que basaron su campaña. No; el monto de dinero que envía el Reino Unido a Europa no es el que ellos dijeron. No, ese monto no se va a ahorrar ni va a ser invertido en mejorar el sistema de salud. No; el salir de la Unión Europea no va a resultar en menos inmigrantes. No; no está claro cómo se van a llenar los vacíos institucionales y regulatorios que se crean con esta decisión.
Todas estas negativas balbucearon frente a los micrófonos los líderes del ‘brexit’ el día de su victoria. Los mismos que tan solo unas horas antes y durante meses mantuvieron todo lo contrario. De nuevo, ni los hechos ni los datos importan. Datos y hechos son para los expertos y “la gente de este país está harta de los expertos”. Esto último lo dijo Michael Gove, uno de los líderes de la campaña a favor del ‘brexit’ (y ahora candidato a primer ministro) cuando, antes del referéndum, un periodista lo confrontó con las devastadoras conclusiones de un grupo de reconocidos expertos que incluía varios premios Nobel. Y estos son solo dos ejemplos de muchos otros que hemos visto en España, Italia y otros países de Europa, así como en América Latina.
Se ha puesto de moda hablar de un mundo “posfactual”. Un mundo donde, a pesar de la revolución en la información, Big Data, Internet y demás avances, los hechos y los datos no importan. Las emociones, las pasiones y las intuiciones son las fuerzas que guían las decisiones políticas de millones de personas. Esto no es nuevo. La política sin emociones no es política. Pero las decisiones de gobierno donde los datos no importan no son decisiones de gobierno, son brujería.
Como pronto descubrirán los británicos, guiarse solo por las emociones y las intuiciones e ignorar la realidad, inevitablemente, resulta en un inmenso sufrimiento humano.
Lampadia