La educación es un mecanismo fundamental para salir de la pobreza y alcanzar el progreso personal y familiar. Es también la base del desarrollo de un país y, algo no menos importante, es el principal elemento estructural que debemos resolver para aspirar a alcanzar la prosperidad.
Basta con ver los pobres resultados de las pruebas PISA y el penoso ranking que ocupa nuestro país para darnos cuenta de que, por más buenas intenciones que existan, el Estado y la educación básica están aún lejos de lo que se necesita para formar y generar el capital humano necesario para el bienestar de la nación.
No hay duda de que la educación superior en el país requiere de mejoras respecto a la calidad de algunas universidades, pero debemos evitar que una ley con criterio controlista, que vulnera la autonomía universitaria y los principios de libertad económica -garantizados por nuestra Constitución-, perjudiquen al conjunto de la educación superior, el derecho de las mayorías para acceder a una educación de calidad o los avances serios y responsables que muchas buenas universidades públicas y privadas están llevando a cabo.
Todos sabemos que el Estado no siempre es capaz de actuar de manera eficiente, y en no pocas ocasiones crea trabas a la iniciativa e inversión privadas. Si el Estado interviene en los aspectos de gestión del sistema universitario peruano, se generarían más efectos negativos que positivos e impactarían los resultados de la educación superior, perjudicando aún más las legítimas aspiraciones al progreso personal y de formación del capital humano.
Una educación de calidad, tanto pública como privada, requiere de importantes inversiones en recursos físicos y humanos, como son el propio campus universitario, las bibliotecas, los laboratorios, la tecnología, los servicios de apoyo e investigación y, por supuesto, una formación alineada con las mejores prácticas internacionales en los procesos de enseñanza y aprendizaje, así como de buenos sueldos para captar y retener a los mejores profesores.
En este sentido, la calidad de la educación superior debe seguir mejorando. Pero el camino no es el de crear una ley controlista ni una superintendencia que interfiera en sus fueros. La salida es exigir a las universidades un mayor nivel de calidad a través de un proceso de certificación o acreditación internacional de reconocido y comprobado prestigio, además de reclamar una mayor transparencia en la información pública que muestre los resultados de cada universidad en términos de acreditaciones a nivel institucional y por carrera, los reconocimientos y trayectoria académica, así como la empleabilidad y los niveles salariales de sus alumnos al finalizar la carrera. Es aquí donde el Estado debe concentrar sus esfuerzos.
Cualquier cambio legal que afecte la educación superior en el país, merece un debate profundo y serio que involucre a las propias universidades afectadas y a la sociedad civil, para así asegurarnos que los cambios sean los necesarios y los adecuados.