“Hice prácticas preprofesionales con Carlos Amat y León (…). Con él, fácilmente, todos los conceptos hacían sentido en conjunto; presentaba cada variable como parte de un todo, cada movimiento originaba una reacción en cadena con comparaciones a veces poéticas y casi siempre poco convencionales”.
En su oficina, lo primero que se veía era un gran afiche de Quino: en una altísima isla había dos equipos de futbol cuyos jugadores miraban desconsolados la pelota que, decenas de metros abajo, estaba en el mar. Las paredes de la isla eran perpendiculares e imposible bajarlas. La primera vez que me vio mirándolo dijo: “Tontos, ¿verdad? Deberían juntar las medias y hacer una pelota de trapo para seguir jugando”.
Hice prácticas preprofesionales con Carlos Amat y León. Mi tarea consistía en recolectar y organizar datos estadísticos, para luego analizarlos y mantener completas las series con las que trabajábamos. Casi nada estaba computarizado y debía revisar enormes archivos en distintas entidades públicas a los que entraba gracias a la llave mágica que representaba una carta de la universidad (y tal vez una llamada de Carlos). Obtener un solo dato faltante podía tomar una mañana completa o varias visitas a distintas oficinas. Pero luego venía la recompensa cuando ese dato, cual pieza de rompecabezas, permitía completar una serie histórica y entender cómo se reflejaban las decisiones de los actores económicos en los resultados del país.
Fue mi profesor durante el último año de universidad y voté por él para vicepresidente en el 1990 (iba en la plancha de Alfonso Barrantes). Con él, fácilmente, todos los conceptos hacían sentido en conjunto; presentaba cada variable como parte de un todo, cada movimiento originaba una reacción en cadena con comparaciones a veces poéticas y casi siempre poco convencionales.
Experto en agricultura, vivió la época de las grandes haciendas de azúcar y algodón y vio su destrucción por el gobierno militar; luego, supo resaltar rápidamente las bondades de la agricultura moderna. Así, en un artículo que recientemente volvió a ser publicado por Lampadia (ver artículo: Adiós a un buen peruano) tradujo lo que en términos de extensión agrícola significaba cultivar nuestros productos de agroexportación en lugar de los que importamos, haciendo un uso más eficiente del agua y ahorrando energía y reduciendo la huella de carbono. Brinda varios ejemplos, como el de las 30 mil hectáreas dedicadas al cultivo de uva y arándanos que reemplazan o producen el equivalente a lo que otros países deben dedicar un millón de hectáreas para vendernos soya. Y finalmente resume: “La exportación de diez frutas y hortalizas genera las divisas necesarias para financiar la importación de los principales alimentos industriales, como la soya, el trigo, maíz amarillo, azúcar y arroz. Y se muestra, sobre todo, un extraordinario intercambio de recursos en el mercado internacional: en el Perú usamos 180 mil hectáreas de cultivo, a cambio de 2′570,000 hectáreas que cultivan en el resto del mundo, para abastecer nuestro mercado interno”.
Como para tenerlo claro antes de hablar sobre reforma agraria.
Por: Patricia Teullet
Perú21, 8 de Agosto del 2022