No hace tanto, muchos chilenos vivían en la pobreza y algunos en la miseria. Se limitaban a sobrevivir, sin acceso a los bienes y servicios más elementales. La desnutrición y la mortalidad infantil eran cotidianas y las expectativas de vida, bajísimas. La previsión estaba quebrada. Chile era un país del montón en medio de un continente estancado. Nadie soñaba con el desarrollo.
No era una coincidencia, en esta situación, que el Estado se alzara omnipresente en la vida de los chilenos. Este era el gran empresario y empleador. Quienes querían crear debían girar en torno a él. De sus políticas y regulaciones dependía el éxito de cualquier actividad. La fijación de precios era una práctica generalizada. Una decisión burocrática errónea podía significar el fin de un proyecto. El empresario era más un deudor de la autoridad que un emprendedor.
Hacia fines de los setenta se empezó a gestar una sociedad y un modelo libre, competitivo y abierto. Posteriormente este se profundizó para hacerse cargo de superar la pobreza. Así, se alzaron las barreras que ahogaban la iniciativa y se desató la imaginación creadora. Chile primero se levantó y después se puso en marcha. Nuestro país se transformó en un modelo a seguir entre las naciones emergentes, y hoy lo es todavía más.
En forma paralela a nuestro despegar, durante años -y lamentablemente se insiste ahora- se caricaturizó al empresario como un ser ávido de riqueza y explotador del trabajo ajeno. Un verdadero ícono del abuso. Ello originó que muchos sectores sociales miraran a los empresarios con gran recelo. Tal vez, al liberarnos de la tutela del Estado, se generó, entre los más ideologizados, un rechazo, ya que estiman que este debe ser el gran proveedor. De ahí una parte del descrédito de los empresarios privados.
Grave error: la empresa privada no es competencia del Estado, cuya acción será siempre necesaria, así como, en ciertos ámbitos, la asociación público-privada será deseable. Causa del desprestigio son también las conductas censurables de malos empresarios que hay que condenar con energía. Esta actividad exige reglas claras por parte de la autoridad, pero también requiere de todos el pleno respeto de las mismas.
Hoy enfrentamos decisiones trascendentes. Aprovechando malos ejemplos o la consigna del abuso, se alzan voces que propician el borrón y cuenta nueva: otro modelo, una asamblea constituyente para cambiar lo más esencial de las normas que nos rigen, un Estado empresario, una severa reforma tributaria y nuevas regulaciones. No se repara en los tremendos fracasos que esas ideas han causado en el mundo entero. Miremos a Europa y su Estado de Bienestar o a Sudamérica y el populismo. En ambos casos se detuvo el progreso y aumentaron la cesantía y la pobreza. Europa ha reconocido sus errores y los intenta corregir, con enormes costos sociales, cuyas consecuencias todavía no conocemos. En nuestro continente, aquellos países que se han entregado al populismo, además de su desastre económico y social, han dañado severamente sus democracias.
En contraste con este cuadro sombrío, Chile, con su buen manejo económico de las últimas décadas, goza de un desarrollo incomparable respecto del que vivieron nuestros antepasados. Ciertamente nos queda por avanzar, especialmente para reducir irritantes desigualdades. Las demandas ciudadanas se pueden atender dentro de un marco de racionalidad y seriedad. Con una política de Estado consensuada, en lo básico, entre todos los actores relevantes se puede crecer con mucha potencia, único camino para alcanzar el pleno desarrollo. Estamos cerca, pero es fácil que unos pocos nos arrastren a decisiones erróneas o irresponsables y hundan lo que se ha logrado con el esfuerzo de todos.
Debemos continuar con fuerza la ruta trazada. Con las correcciones necesarias, por esta vía alcanzaremos lo que Chile merece. Cualquier aventura sería una locura. Para que todos entiendan lo que nos jugamos y se inclinen a cuidar lo conseguido, es necesario explicitar con fuerza y claridad lo que hemos logrado. Paralelamente, tenemos que crear las condiciones para que la sociedad valore la realización de los proyectos que Chile tiene pendientes. Debemos fortalecer las confianzas. Para ello es necesario sintonizar con las sensibilidades de la gente, comprender sus temores y facilitar la información.
Es el caso, por ejemplo, del déficit de educación técnica, energía y agua que enfrentamos, todas carencias cruciales para el desarrollo de Chile. En conjunto, con confianza mutua, sin rupturas ni saltos al vacío, podremos valorar y cuidar lo que hemos alcanzado entre todos y también acometer los grandes proyectos que requerimos para mejorar, aún más, la calidad de vida de los chilenos.
Confiemos en que nuestros políticos, académicos, dirigentes gremiales y sociales tendrán la sabiduría de aprovechar esta oportunidad única para alcanzar el desarrollo; es un deber moral. El subdesarrollo condena a graves carencias a los más frágiles de nuestros compatriotas. Esperemos que este período electoral no nuble la inteligencia ni el patriotismo de nuestros dirigentes y de los que aspiran a serlo. Bastan unos pocos años de irresponsabilidad para echar por tierra décadas de abnegado esfuerzo, sepultando de paso los sueños de progreso de millones de chilenos.