Por: Editorial El Comercio
14 de mayo de 2020
Las ideas que en condiciones normales han probado ser dañinas y desacertadas no tienen cómo transformarse en adecuadas en medio de una emergencia. Meter al Estado de empresario, tratar de establecer a través suyo precios, intereses y retornos, o desincentivar la creación de riqueza castigándola en donde asome son fórmulas que los distintos gobiernos que tuvimos en la segunda mitad del siglo pasado –dictatoriales o democráticos– ensayaron pertinazmente… con los resultados que todos conocemos: caída o incremento irrisorio del PBI, amedrentamiento de la inversión privada (nacional o extranjera), corrupción y empobrecimiento general.
No se trató, además, de un fenómeno curioso que se produjo en nuestro país a contrapelo de lo que pudiera estar sucediendo en otras latitudes: en todo el mundo, la economía intervenida, planificada y dirigida con presuntos propósitos redistributivos terminó de mostrar su inoperancia 30 años atrás, y –excepción hecha de los territorios dominados por viejas tiranías marxistas, como Cuba o Corea del Norte– fue reemplazada allí donde todavía subsistía por esquemas de mercado que cambiaron la faz de las cosas. No para traer un paraíso que no prometían, sino para comenzar a producir un bienestar creciente que alcanzara cada vez a una mayor porción de la población, y para abrirle a la gente la posibilidad de labrarse una mejor situación con su propio esfuerzo.
La importante reducción de la pobreza en el Perú en las últimas dos décadas es uno de los mejores ejemplos de lo que una cierta prudencia fiscal y un tímido repliegue de la intromisión del Estado en asuntos que ni le conciernen ni puede hacer bien (porque Petro-Perú o Sedapal siguen siendo islas de dispendio e ineficiencia sin justificación) pueden reportarle a una sociedad. Tirar marcha atrás en lo que esas conquistas supusieron para quienes convivimos en este país, creyendo que lo que no funcionó antes funcionará ahora por alguna extraña taumaturgia, es el peor daño que se puede infligir a una nación afectada por la crisis que inevitablemente está generando la pandemia del COVID-19… Y sin embargo, eso es exactamente lo que en estos días políticos irresponsables están tratando de hacer, en paralelo, desde el Legislativo y el Ejecutivo.
Dos días atrás, en efecto, se conocieron iniciativas parlamentarias impulsadas por distintas bancadas para establecerles a las AFP una rentabilidad mínima para poder cobrar por los servicios que prestan, para crear un impuesto a unas discutibles “grandes fortunas” y para regresar a la Constitución del 79 (que proveía el contexto legal para todos los despropósitos ya reseñados). Y al mismo tiempo, voceros del Gobierno, como el ministro de Transportes y Comunicaciones, Carlos Lozada, hablan sobre la supuesta conveniencia de evaluar una línea aérea “de bandera” o se hacen eco de las propuestas congresales sobre impuestos antitécnicos y confiscatorios “a la riqueza”, mientras abdican de su responsabilidad de observar normas que explícitamente habían juzgado perjudiciales (como la que autorizó el retiro del 25% de los fondos personales en las AFP) ya aprobadas en el hemiciclo.
Si a esto le sumamos la reciente intromisión del Estado en los contratos entre los colegios privados y los padres de familia de sus alumnos, así como la suspensión forzosa del cobro de los peajes en todas las vías nacionales, tenemos realmente un panorama alarmante.
Se trata, por supuesto, de ideas que en un principio gozan de popularidad, porque en el análisis superficial –es decir, aquel que no evalúa sus consecuencias negativas en el mediano o largo plazo– parecen “nacionalistas” o “justicieras”. Por eso los políticos con sed de aprobación en las encuestas, cortoplacistas por definición, las promueven o las respaldan. “¿Qué me importa lo que ocurra mañana con costos que alguien más tendrá que enfrentar si hoy esto me va a traer a mí aplausos que me asienten en el poder que ostento?”, es más o menos la reflexión que hacen al proceder de esa forma.
Una triste competencia, en suma, entre dos poderes del Estado por reeditar viejas recetas que ya causaron estragos a nuestra economía y que hoy, mal que les pese, los hermana en el error.