Estos son días de protesta. Se protesta casi por cualquier razón. Frente a una injusticia, una frustración y/o incluso la posibilidad de hacer una buena platita forzando al gobierno para que las reglas se cambien a nuestro favor. En estas líneas, en cambio, enfocaremos una variante del segundo tipo (manifestaciones explicadas por la frustración de la gente frente a lo que se les ha hecho creer).
Esta variante coincide con las recientes protestas estudiantiles en Chile y las generalizadas en Brasil. Ambas tienen estructuralmente el mismo marco. Gobiernos que plantean que resolverán todo distribuyendo mejor. Tácitamente, nos venden que somos ricos porque tenemos abundantes recursos naturales. Aunque la conexión entre riqueza y dotación de recursos naturales es muy pobre en regiones como América Latina, la gente cree en esta asociación. La visión de que somos ricos es casi un dogma de fe.
Introducida en nuestros colegios y poco reflexivas universidades, la evidencia cotidiana de pobreza o la ausencia de servicios públicos a niveles deseables (léase europeos), solo puede ser explicada con el rollo izquierdistoide de rigor. Es decir, nos han hecho creer que la culpa la tienen una desigual distribución de la riqueza (mi plata la han tomado los ricos) y/o la corrupción gubernamental (quienes nos gobiernan se roban nuestras riquezas y, por ello, no recibimos lo que merecemos).
En Chile, plaza destacada solo en América Latina, el producto por habitante apenas bordea el 15% del producto por habitante de Estados Unidos. Y su recaudación de tributos por persona equivale a solo un tercio de la de un singapurense. Pero los estudiantes chilenos –creyentes acérrimos de que Chile es un país rico– exigen servicios educativos de similar categoría que la que hoy reciben los estadounidenses. No importa si no hay de dónde. En el mejor de los casos recibirán más sopa, aguada.
En Brasil, la cosa resulta ‘mais grande’. A ellos además les han hecho creer que son una potencia económica. Que son lo que las estadísticas niegan (la quinta economía del planeta). Pero la realidad es otra: el producto por habitante brasileño es un tercio más bajo que el de un chileno y su recaudación de tributos por persona menos de un sexto de lo que se recauda por persona en Singapur. No sorprende que protesten por un transporte público masivo y cómodo, servicios públicos de país desarrollado o que le achaquen a los más ricoso a la corrupción estatal el hecho de que no se les dé lo que creen merecer. Pero aquí también solo hay mentiras. No hay de dónde.
Solo hay mucho esfuerzo pendiente.
El problema enfocado no nos resulta ajeno. A nosotros también la izquierda nos ha hecho creer que somos ricos. Y que nuestra supuesta riqueza proviene de la minería. Ergo, que nuestro problema es uno de mala distribución y rampante corrupción. Pero no les crea: no somos ricos. Nuestro producto por habitante no alcanza el décimo del producto por habitante de un estadounidense medido en dólares constantes. Nuestras riquezas no se las llevó nadie. Aún no hemos crecido lo suficiente.
Protestemos, eso sí, cuando nos mientan o bloqueen nuestros esfuerzos diarios por ordenar el uso de nuestros impuestos en cada gobierno, o por prevalecer en el mercado para dejar de ser pobres.