El Perú crece, reduce la pobreza y la desigualdad, pero también continúa empantanado en la mediocridad política. Economía exitosa y política desastrosa es el lugar común de los análisis. Sin embargo, hasta hoy los sociólogos no ensayan una explicación sobre cómo avanzamos hacia el cuarto proceso electoral ininterrumpido y tres décadas de economía de mercado, desafiando todas las teorías y tratados políticos. ¿No era que no había democracia sin partidos? ¿No era que el mundo emergente era una fuerza pragmática que se matrimoniaba con autoritarismos de cualquier apellido?
¿Cómo explicamos, entonces, nuestra continuidad democrática y económica? ¿Por el papel de las élites –que han fracasado en todo– o por el mundo popular? En Venezuela, Ecuador y Bolivia también hubo ajustes y se canceló el Estado populista, pero se produjo el contragolpe estatista. En esos países, el desplome de los sistemas de partidos desencadenó proyectos bolivarianos. ¿Por qué eso no sucedió aquí? En el Perú y Argentina hubo estatismo exacerbado (peronismo y velasquismo) y hoy la nación gaucha se empantana con estatizaciones y controles de precios y nuestro país prospera y sorprende al mundo.
Una hipótesis válida para explicar nuestra persistencia democrática y económica es que tenemos un mundo popular radicalmente diferente al de cualquier país latinoamericano: una increíble red de mercados populares, esquemas de competencia y cooperación que parecen simulaciones teóricas de Von Hayek, y una identidad antiestatal que a algunos aterra, y a otros reconforta, porque es la antesala de un nuevo contrato social, de la tan ansiada reforma del Estado.
Nadie niega el papel de los gobiernos de las últimas décadas ni el aporte de las tecnocracias a la vigencia del modelo, pero ¿esas contribuciones valdrían sin el nuevo sujeto social emergente? Hace tiempo que la historia no se explica por enviados de los dioses. ¿O sí?
El principal problema del país es que ese mundo emergente no está representado en el espacio público. En política, por ejemplo, el capitalismo radical y antiestatista de los empresarios populares, a veces, los impulsa a votar con los nacionalismos y radicalismos. En realidad, ellos no votan con la izquierda sino contra el Estado. En los debates nacionales solemos hablar de competitividad: flexibilidad laboral, reforma meritocrática del Estado y menos impuestos para todos para atraer más inversión y liberar las fuerzas del mercado. Estas propuestas son banderas de los sectores populares. Sin embargo, como el mundo emergente no está representado, las aristocracias sindicales y las minorías radicalizadas bloquean las reformas.
Por ejemplo, las redes populares no existirían sin la meritocracia: empresario o trabajador que yerra gravemente sale del mercado o pierde su trabajo. En los “contratos” en los sectores emergentes “los contactos y relaciones” no tienen el valor que se otorga en el espacio público y los sindicatos.
En el Perú del siglo XX, conservadores, liberales, socialistas y nacionalistas siempre han discutido sobre democracia, mercado, bolchevismos, nacionalismos y estatismos. Pero todo parece indicar que el debate sobre las nuevas clases medias y el mundo popular que se avecina afectará radicalmente los alineamientos. El Perú que alcanzará el desarrollo, consolidará su democracia e impulsará su competitividad es el Perú que superará los abismos insondables entre un país formal y otro informal. No hay otra.