Por: Richard Webb, Director del instituto del Perú de la USMP
El Comercio, 1 de setiembre de 2019
Heraclio Bonilla explicó la decepción histórica de la joven república peruana con una poderosa imagen: un país “a la deriva”. El proyecto republicano se habría frustrado por la anarquía y por la debilidad nacional ante los países imperialistas. Más aún, la acusación de estar “a la deriva” parece no haber perdido vigencia, y sirve como una descripción perfecta de la triste falta de dirección política y administrativa actual del Perú. Cabe preguntar, entonces, si en algún momento hemos dejado de estar a la deriva.
Pero ante tanta incapacidad de control, se impone otra pregunta: ¿Cómo fue posible multiplicar en 200 veces el tamaño de la economía peruana desde la independencia –de US$1.000 millones en 1820 a US$211 mil millones en el 2018?–. A la pequeña barca de la economía peruana siempre le ha faltado timón, buenos capitanes y una clara ruta de navegación, ¿pero será que, por suerte, ha sido llevada por mareas benevolentes, por corrientes que, como la de Humboldt, actúan poderosamente aunque en forma poco visible? Ciertamente, una de esas corrientes favorables ha sido el incesante avance tecnológico del mundo que, año tras año, nos ha permitido multiplicar la productividad en casi todo tipo de actividad. Más aún, la llegada oportuna de esos avances, como las máquinas a vapor en el siglo XIX y las tecnologías mecánicas y químicas en el siglo XX, ha sido facilitada por la presencia aprovechadora de países imperialistas que, cual ganaderos inteligentes, decidieron primero engordar a su ganado. Otra corriente que nos ha favorecido en forma callada pero sustancial ha sido la gigantesca expansión de una economía mundial que cada día nos pide más productos. Malagradecidos, nos hemos fijado más en los vaivenes de esa curva de expansión –sus ciclos y crisis– que en su pendiente tan favorable a la larga.
En la década de la Independencia Nacional, el ingreso promedio en Chile era igual al peruano. Hoy, es el doble. Pero el nacimiento de la república chilena también dio lugar a una etapa de mucho descontrol. El historiador chileno Francisco Antonio Encina, por ejemplo, condenó las primeras décadas de su país llamándolas años de “anarquía”, de “infancia mental” y de “ambiente de manicomio”. Un período que fue calificado como “la lucha por la organización del Estado”. La turbulencia política estuvo entonces presente en ambos países durante su primer siglo, con cambios frecuentes de jefes de Estado, conatos de rebelión y guerras de frontera, aunque su incidencia habría sido menor en el caso chileno.
Podría decirse que una evidencia de mayor control en el país vecino, de estar menos “a la deriva”, fue la ventaja económica que adquirió sobre el Perú durante su primer siglo, pasando de tener un ingreso medio igual al peruano en el momento de la independencia a ser tres veces mayor al cierre del siglo. Sin embargo, esa diferencia se produce principalmente por la guerra entre ambos países, cuando la destrucción y la pérdida productiva, junto con la apropiación de la riqueza del salitre por parte de Chile, causaron un retraso enorme a la economía peruana. Pero si bien la derrota militar, y el fuerte bajón sufrido por la economía en esa década podrían ser atribuidos a la deriva peruana, el resultado fue una rápida recuperación y el inicio de una nueva etapa de avance económico. Así, la economía peruana ha crecido más rápidamente que la chilena desde 1900, a pesar de esa continua debilidad. No sería el primer caso de una derrota que termina dando vigor a un país.
Estar a la deriva no siempre tiene la cara del caos político y de la debilidad administrativa. En más de una ocasión, ha tenido una cara de lo contrario: de fuerte liderazgo y de capacidad ejecutiva, pero en manos de banderas más ideológicas que prácticas. La historia de la gestión pública incluye malos pasos que deben atribuirse, no a una falta de capacidad de gobierno sino, quizás, a su exceso. Un caso fue la malhadada decisión del gobierno del general Velasco Alvarado de acelerar la industrialización de nuestra economía a través de un conjunto de medidas de protección y subsidio. Otro caso, del mismo gobierno “fuerte”, fue la reforma agraria colectivista cuyo diseño ignoraba muchas realidades del campesino al que se buscaba apoyar. Ambas políticas fueron ejecutadas rápidamente, con coherencia, pero al final terminaron puestas de lado. Un tercer caso de “deriva” producida por un Estado que en su momento tuvo decisión, concepto y mayoría ejecutiva, fue la política macroeconómica del primer gobierno de Alan García.
Después de un desperdicio de tiempo y de recursos estatales, en cada uno de esos tres casos se han logrado sólidas mejoras pero regresando a un estilo de gobernanza menos dramático y creído, dando la impresión quizás de estar a la deriva. Lo que se va descubriendo es que el buen gobierno –el no estar a la deriva– tiene mucho de transacción política, de aprendizaje gradual y de evitar las salidas falsas.