Paul Krugman, Premio Nobel de Economía 2008
Gestión, 21 de diciembre de 2016
Muchos están leyendo historia para entender el ascenso del “trumpismo” en Estados Unidos y los movimientos nacionalistas en Europa —en especial, la de los años 30—. Habría que ser ciego para no ver los paralelos entre la expansión del fascismo y la pesadilla política que hoy padecemos.
Pero esa década no es la única era con lecciones que aprender. He estado leyendo mucho sobre la antigüedad, como una forma de esparcimiento y para refugiarme de las noticias, que empeoran a diario. Pero no pude evitar las resonancias contemporáneas de la historia de Roma, específicamente de la forma en que cayó la República Romana (a finales del siglo I a. C.).
Esto es lo que aprendí: las instituciones republicanas no protegen contra la tiranía cuando los poderosos comienzan a desafi ar las normas políticas. Y la tiranía, cuando se adueña del control, puede acrecentarse incluso manteniendo una fachada de república.
Sobre el primer punto, la política romana incluía una fiera competencia entre hombres ambiciosos. Pero durante siglos, esa competencia estuvo regulada por reglas aparentemente inquebrantables. “En el nombre de Roma” (2012), de Adrian Goldsworthy, indica al respecto: “Aunque para un individuo fuese importante ganar fama y mejorar su reputación y la de su familia, esto siempre estaba subordinado al bien de la República… ningún político decepcionado buscaba la ayuda de una potencia extranjera”.
Estados Unidos solía ser así, cuando prominentes senadores declaraban que “las políticas internas se discuten en casa”. Pero ahora tenemos un presidente electo que pidió abiertamente a Rusia ayudarle a desprestigiar a su contendora y todo indica que el grueso de su partido estuvo y está de acuerdo.
Por cierto, una nueva encuesta muestra que la aprobación de los miembros del partido Republicano a Vladimir Putin ha crecido, pese a que ahora está claro que la intromisión rusa jugo un rol significativo en las elecciones —o más probablemente debido a eso—. Todo lo que importa es ganar las confrontaciones políticas internas, así que al diablo con el bien de la república.
¿Qué resulta de esto? En el papel, la transformación de Roma de repú- blica a imperio nunca ocurrió. Ofi – cialmente, el Imperio Romano seguía siendo gobernado por un Senado que “solo” cuando se trataba de todo lo relevante recurría al emperador —título que originalmente solo significaba “jefe militar”—. Quizás no estemos siguiendo la misma ruta, ¿o sí?, pero el proceso de destrucción de la cultura democrá- tica ya está encaminado, aunque se preserven las formas.
Consideremos lo que acaba de suceder en Carolina del Norte. Los votantes eligieron gobernador al candidato del partido Demócrata. El Parlamento estatal, de mayoría republicana, no revocó abiertamente el resultado —no esta vez— pero ha despojado de mucho poder a dicho cargo, garantizando con ello que la voluntad de los electores ya no interesa.
Al sumar esto a los continuos esfuerzos por marginar o al menos desalentar el voto de los grupos minoritarios, obtendremos la potencial construcción de un régimen de partido único que si bien mantiene la fi cción de ser una democracia, ha manipulado las reglas para asegurarse que el otro partido no pueda ganar nunca.
¿Por qué está ocurriendo esto? No pregunto por qué los votantes de la clase trabajadora respaldan a políticos que les harán daño —lo haré en futuros artículos—, sino por qué a los políticos y funcionarios públicos de ese partido ya no parecen preocuparles lo que solíamos creer eran valores estadounidenses esenciales. Seamos claros, es el caso del partido Republicano, aquí no hay nada de “ambos bandos lo hacen”.
No creo que lo que esté impulsando este asunto sea ideológico. Se supone que los políticos que están a favor del libre mercado están descubriendo que el capitalismo clientelista es aceptable si involucra a los “amigos” apropiados. También tiene que ver con la lucha de clases —la redistribución de los ingresos de los pobres y la clase media hacia los ricos es un tema consistente en las medidas y propuestas del partido Republicano—.
Pero lo que impulsa directamente el ataque contra la democracia son las ganas de hacer carrera de los funcionarios públicos que pertenecen a dicho partido, que se desempeñan en un sistema aislado de presiones gracias al diseño “a la medida” de distritos electorales, una lealtad partidaria inquebrantable y un enorme respaldo fi nanciero plutócrata.
Para esa gente, todo lo que importa es acatar las órdenes y defender la posición de su partido. Y si en ocasiones parecen consumidos por la furia hacia cualquiera que desafíe sus acciones, pues esa es la manera en que siempre responden cuando su intransigencia es puesta en evidencia.
Algo que queda claro es que la enfermedad que sufre la política estadounidense no comenzó con Donald Trump, así como la enfermedad de la República Romana no comenzó con Julio César. La erosión de nuestros fundamentos democráticos ha estado en marcha durante décadas y no existe garantía de que logremos recuperarlos.
No obstante, si hay alguna esperanza de redención, tendrá que comenzar con el reconocimiento de lo mal que está la situación. La democracia estadounidense se encuentra al borde del precipicio.
Antonio Yonz Martínez
Traducción