Por: Patricia Teullet
Perú21, 28 de febrero del 2022
“La ONU muestra que no puede cumplir su mandato de velar por la paz y seguridad internacional, fomentar la amistad entre naciones”.
Cada guerra tiene su origen: desde la ambición, el fanatismo religioso o ideológico, la locura de un líder carismático, hasta las revoluciones que nacen del pueblo frente a las injusticias y desigualdades y que los hace vulnerables a caer en la trampa de que, al final, solo cambia la identidad del opresor.
Dos reflexiones rondan mi mente desde que ya se intuía la invasión a Ucrania por parte de Rusia. La primera, de Kundera en La inmortalidad: “¿Cuál es la eterna premisa de la tragedia? La existencia de ideales a los que se atribuye mayor valor que a la vida humana. ¿Y cuál es la premisa de las guerras? La misma. Te empujan a morir porque al parecer existe algo más valioso que tu vida”. La segunda es simple y contundente: “Como especie, los humanos merecemos la extinción”.
A pesar de las imágenes de cuadros o las descarnadas descripciones de sufrimiento y crueldad en las historias cuyo escenario es la guerra, todavía no aprendemos de los horrores que acarrea: la huida o el enfrentamiento, seres mutilados, la muerte propia o de padres o hijos, el hambre, el miedo; la crueldad que aflora bajo la delgada capa de civilización. Casi siempre, quienes más pierden son los que, desde el inicio, menos tenían.
La ONU muestra que no puede cumplir su mandato de velar por la paz y seguridad internacional, fomentar la amistad entre naciones. Sabemos que la OTAN ‘ayuda, pero de lejos’; Europa occidental quizá deba recibir a cientos de miles de refugiados. Para EE.UU. el conflicto es más remoto.
La invasión estaba casi anunciada. Muchos de quienes observamos a través de terceros, sentimos que el ‘final’ de esta tragedia, cuyas víctimas son también protagonistas inocentes que no pudieron decidir respecto de luchar contra la invasión o, incluso, de perpetrar la misma, será según los deseos y la conformidad de Rusia; o sea, de Putin.