Natale Amprimo
El Comercio, 29 de octubre del 2025
“Si como sociedad no saludamos que se ponga fin a la arbitrariedad y al abuso del derecho, estamos involucionando como nación”.
Luego de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el llamado Caso Cocteles –cuyo resultado, dicho sea de paso, se veía venir y se caía de maduro–, he venido escuchando diversas opiniones, casi todas provenientes del sector jurídico-político que, seamos claros, promovió con bombos y platillos la clara judicialización de la política en la que estamos imbuidos de un tiempo a esta parte –y que, como ya advertía Loewenstein en su tiempo, conduce casi inevitablemente a la inaceptable “politización de la justicia”–. Estas opiniones cuestionan el fallo bajo un argumento, realmente sorprendente, que podría resumirse así: el Tribunal Constitucional “es menos” que el Poder Judicial en la defensa de los derechos fundamentales.
Recordemos que muchos de ellos celebraban cada prisión preventiva que se dictaba, sin importar si esta respondía a un debido análisis y sustento, o si, como se ha demostrado, muchas no eran sino un ‘copy-paste’ de los pedidos fiscales, fruto de retorcidas interpretaciones y extensiones de los alcances de las normas, cuando no de “colaboraciones eficaces”, cuya veracidad en muchos casos no ha sido más que novelas cuyos libretos se redactaron desde los propios predios de la avenida Abancay, según se ha denunciado, con el claro fin de colocar en mal pie a rivales políticos. Toda esa barbarie, que muchos solitariamente criticamos, se ha caído. Finalmente, el Estado de derecho se ha impuesto. Y es que, aunque aún muchos no lo entiendan, para eso surgió en la humanidad el constitucionalismo: para ser un freno frente a la arbitrariedad y constituirse en el gran defensor y protector de los derechos fundamentales.
¿Acaso se olvida que el reconocimiento y protección de los derechos y de las libertades son el núcleo esencial de la democracia constitucional? ¿No es acaso el reconocimiento y observancia de las libertades fundamentales las que diferencian una democracia de una autocracia?
¿Puede un Tribunal Constitucional, encargado por expreso mandato constitucional del control de la Constitución, hacerse de la vista gorda frente a claras vulneraciones a preceptos expresamente reconocidos, no solo en nuestro texto supremo, sino incluso de manera universal?
Lamentablemente, el Poder Judicial, que debió frenar muchas de las desviaciones que hemos venido notando en carpetas fiscales, hizo la de Pilatos: se lavó las manos y no quiso enfrentar a una maquinaria con clara presencia mediática que era llevada a los altares. Cualquier error, por muy notorio y sustantivo que fuera, se pasaba por alto, pues se estaba ante los promovidos “hombres del año” o “magistrados del siglo”.
Los procesos constitucionales tienen por finalidad la protección de los derechos constitucionales, cuya vulneración puede provenir incluso de una resolución judicial, como de manera precisa lo admite nuestra legislación. La Constitución señala que el hábeas corpus procede ante el hecho u omisión, por parte de cualquier autoridad, funcionario o persona, que vulnera o amenaza la libertad individual o los derechos constitucionales conexos.
Si frente a las claras violaciones, algunas de las que incluso agravian el sentido común, el Poder Judicial no se compra el pleito, corresponde al Tribunal Constitucional asumir esa función, pues para eso existe.
Si como sociedad no saludamos que se ponga fin a la arbitrariedad y al abuso del derecho, y contemplamos como normal la eternización de los procesos penales y la extensión de figuras penales para justificar casos mediáticos y politizados, es que estamos involucionando como nación.






