Por: Moisés Wasserman
El Comercio
Esta época parece haber puesto a mucha gente, incluidos los filósofos, a pensar en términos de salud pública. Hace un par de meses Andy Norman presentó un nuevo libro titulado Inmunidad mental (ya lo había mencionado en otra columna). Norman dirige la ‘Iniciativa humanística’ de la Universidad Carnegie Mellon e investiga sobre los orígenes evolutivos del razonamiento y las normas que hacen fructífero el diálogo entre personas. Tema que sin duda es de alta relevancia hoy.
El libro nos presenta un reto extraordinariamente interesante. Plantea que las malas ideas son parásitos, patógenos contagiosos, que infectan las mentes. No se trata de una metáfora, describe con precisión los mecanismos de infección de las malas ideas, su multiplicación y dispersión por contagio a otras mentes.
La definición de malas ideas no es simple, varias veces a lo largo del texto las describe con sus características. Pero posiblemente el mejor resumen esté en el epígrafe del libro, un pensamiento de Voltaire muy conocido: “Quien puede hacer que creas en absurdos puede convencerte de cometer atrocidades”. Las malas ideas, pues, son absurdos y atrocidades, falsedades, visiones extremistas, pensamientos conspiratorios, políticas extremadamente partisanas, terrorismo, crímenes de odio, racismo, discriminación y más.
Las malas ideas, como los parásitos, pueden dispersarse con éxito aun siendo falsas, engañosas y destructivas. A veces se disfrazan de buenas. Una idea puede beneficiar, confortando y tranquilizando, pero aun así ser falsa. Puede ser benéfica en el corto término, pero muy mala a la larga. Puede beneficiar a quien la hospeda, pero perjudicar a muchos otros. En gran medida, concluye Norman, de eso se ocupa la filosofía, de reconocer y remover malas ideas.
Las ideologías, en su opinión, laicas y religiosas son las principales sospechosas de evadir las defensas de la mente y adueñarse de su maquinaria de copia y reproducción. Cita a Salman Rushdie para explicar por qué: “El momento en que se declara que un cuerpo de ideas es inmune a la crítica, el pensamiento se vuelve imposible”.
En buena medida, el papel de las redes y el efecto de la polarización ha sido ese. El diálogo ha desaparecido y ha sido reemplazado por monólogos paralelos. Hay grupos que aceptarán cualquier cosa de su ideólogo de cabecera, sin importar lo absurda que pueda ser, y jamás aceptarán una idea que no provenga de él, no importa lo buena que sea. Dan Kahan, de la Universidad de Yale, llama a ese fenómeno “cognición protectora de la identidad”, y mostró con experimentos cómo la gente rechaza lo que pone en peligro su identidad escogida.
Como debe ser en salud pública, Norman propone soluciones. Acudió al viejo y querido Sócrates, quien cuando quería determinar la validez de una idea, la acosaba con preguntas. Los juicios que sobreviven a un cuestionamiento crítico pueden ser aceptados (temporalmente), aquellos que no sobreviven deben ser desechados.
Eso es lo que propone como vacuna mental. Pero el truco está en hacer buenas preguntas, aquellas que “apagan la calefacción y prenden la luz”. Una de ellas es: ¿qué es lo que quiere decir usted con eso? Esa pregunta no descalifica, y aunque se puede contestar también con contorsiones retóricas, he visto a muchas personas en las redes bastante desconcertadas cuando se les pide explicar sus lemas. ¿Cómo sabe eso? A veces resulta evidente que no sabe cómo es que sabía.
El libro sofistica mucho más el sistema y le pone el nombre de neosocratismo. En pocas palabras, en eso consiste la vacuna. Sin embargo, para que sea efectiva hay que lograr que sea la persona misma quien se plantee las preguntas. Eso no es muy distinto a lo que reclamamos hace tiempo, y hemos llamado educación en pensamiento crítico.