Por: Moisés Wasserman
El Comercio, 28 de marzo de 2021
Pareciera que algunas verdades establecidas, aquellas de las que nadie duda, se derriten cuando se someten a ‘prueba ácida’. Yo pensaba que ya habíamos aceptado como mandato absoluto la Declaración de los Derechos de los Niños, y que en la Constitución les habíamos dado un rango prevalente.
Eso hasta que la pandemia nos puso a prueba; entonces los derechos al estudio, al desarrollo integral y a la nutrición, la salud y la vida se volvieron secundarios. Abrimos las ‘actividades adultas’ y andamos vacilando con los colegios y las guarderías.
Los impactos en los niños son reales. Hace poco, el Dr. Jorge Eslava, director del Instituto Colombiano de Neurociencias, reveló los preocupantes resultados de una encuesta. El 88 por ciento de los niños manifiestan efectos en su salud mental, como problemas de sueño, falta de concentración, irritabilidad y tristeza, y el 42 por ciento han visto afectadas sus habilidades de aprendizaje.
En enero se publicó un artículo en la prestigiosa revista británica The Lancet, sobre una población de niños entre los 5 y los 16 años, a la que se le venía haciendo seguimiento desde el 2017. La incidencia de problemas de salud mental aumentó de 10,8 por ciento en 2017 a 16 por ciento en julio de 2020. Los síntomas más corrientes coincidieron con el estudio colombiano. Otro estudio de seguimiento a familias (también en Inglaterra) encontró, sin mucha sorpresa, que los efectos se agravaron en las familias de bajos ingresos y más en niños con necesidades especiales. Los impactos varían con las edades, los niños de educación primaria (de 5 a 10 años) experimentaron más soledad y tristeza que los adolescentes tempranos, lo que se explica porque estos conservaron comunicación telefónica con sus amigos. Pero los adolescentes de una edad equivalente a los de nuestros cursos 10 y 11 se afectaron mucho más. Seguramente porque están en una época de decisiones en la que el apoyo de maestros y compañeros es crucial. Los padres también se vieron afectados. El 75 por ciento de los padres de niños de jardín infantil manifestaron sentirse agotados e irritables, lo que termina afectando aún más a los niños.
El rendimiento académico (que no es un detalle menor y fácil de reparar, como algunos adultos parecen pensar) se vio, sin duda, afectado. El Laboratorio de Economía Educativa de la Universidad Javeriana acaba de publicar un preocupante análisis sobre los resultados de las pruebas Saber 11 de 2020. El número de estudiantes que la presentaron disminuyó en un 5,4 por ciento con respecto al del año anterior. Una explicación posible es que se hayan sentido insuficientemente preparados y no se presentaron. El puntaje global promedio cayó un punto (posiblemente solo uno, porque quienes no se presentaron están en la franja de bajos resultados), pero creció la brecha entre estudiantes que tienen acceso a herramientas tecnológicas y los que no lo tienen, entre colegios públicos y privados, y entre urbanos y rurales. El detallado estudio, aunque no muestra un revolcón, sí señala un impacto real que afecta más a los menos favorecidos.
Ha habido, además, impactos en nutrición, en salud y en violencia intrafamiliar (dato que está subestimado porque una fuente importante de denuncias ha sido siempre la de jardines infantiles y colegios).
Todo esto para reiterar que la falta de clases presenciales produce efectos reales, no es un cuento. Francisco Cajiao lo ha dicho sin ambigüedades en estas mismas páginas. El regreso a las aulas no es un asunto accesorio y de gustos, es de respeto a derechos fundamentales y prevalentes. No es posible sujetar su cumplimiento a consideraciones de categoría menor, ni podemos hacernos los distraídos. Si funcionan el transporte público, el comercio, los restaurantes y los bares, es simplemente inmoral suspender los colegios.