Martín Naranjo
Perú21, 27 de octubre del 2025
«La autoría no se mide por la cantidad de palabras tipeadas, sino por la naturaleza y calidad de las ideas».
En 1858, Alejandro Dumas fue llevado a juicio por su colaborador Augusto Maquet. Maquet había trabajado a su lado durante años. Investigaba, redactaba borradores y escribía capítulos enteros. Reclamaba ser coautor de Los tres mosqueteros y de El conde de Montecristo. El tribunal reconoció su aporte, pero falló a favor de Dumas. La razón fue precisa: Maquet había escrito, pero Dumas había creado. El genio, dijo el juez, no está en la ejecución, sino en la concepción.
Ese veredicto de hace siglo y medio sigue siendo actual. Desde que aprendimos a escribir para registrar, al principio cuentas y contratos, la humanidad ha ido externalizando sus propias funciones mentales. Primero la memoria, luego el cálculo, más tarde la corrección y, ahora, la asociación y la generación de ideas. Cada herramienta, el lápiz, la regla de cálculo, el procesador de texto o la inteligencia artificial, amplía el espacio de lo posible, pero también diluye la frontera entre mente e instrumento. Lo importante no es qué herramientas usamos, sino cómo las integramos en nuestro proceso de pensamiento.
En la Florencia del siglo XV, la costumbre artística era trabajar rodeado de aprendices. Los talleres del Renacimiento eran verdaderas comunidades de creación. Los jóvenes molían pigmentos, preparaban los lienzos y aplicaban las primeras capas de color bajo la dirección de un maestro, que concebía la composición y daba unidad al conjunto. En ese contexto, El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, hoy en la Galería de los Uffizi, no fue solo una hazaña conceptual, sino un acto de consenso creativo, una forma de belleza que surgió del trabajo colectivo, guiada por una sola idea.
Algo parecido ocurre con la Biblia, una obra construida durante siglos por múltiples fuentes, tradiciones y lenguajes. Aun así, su fuerza proviene de su unidad de sentido, de la idea de una sola voz divina que da coherencia a la pluralidad. Una sola inspiración, muchos libros, muchas mentes.
Otro ejemplo es el Templo de la Sagrada Familia, en Barcelona, fruto del genio de Antonio Gaudí. El arquitecto falleció en 1926, cuando apenas había terminado una de las fachadas de su monumental obra. Gracias a las maquetas y planos que dejó, así como a la colaboración constante de numerosos arquitectos, escultores y artistas, el templo ha ido adquiriendo su forma definitiva a lo largo de los años. Aún hoy, la Sagrada Familia sigue siendo una obra inacabada en la que continúan trabajando diversos creadores.
La inteligencia artificial no ha cambiado esta lógica, solo la ha hecho invisible. Ya no hay aprendices con nombre propio, sino programas entrenados para sugerir y escribir. Pero el principio ético debe ser el mismo que sostuvo el juez de Dumas. La autoría no se mide por la cantidad de palabras tipeadas, sino por la naturaleza y calidad de las ideas.
Este texto, por ejemplo, ha sido escrito a cuatro manos con herramientas de IA, en una conversación que, debo admitir, ha sido profundamente estimulante. ¿Quién cree usted, querido lector, que es el autor de esta columna?






