Cuando la protesta rechaza el diálogo
María Isabel León
El Comercio, 15 de octubre del 2025
“Defender el derecho a protestar no debe implicar debilitar la autoridad del Estado, sino fortalecer los cauces del diálogo”.
En las últimas semanas se ha vuelto a hablar del derecho a protestar como si fuera el termómetro más puro de la democracia. Se repite que mientras más marchas haya, más vivo está el espíritu ciudadano. Pero esa afirmación, tan atractiva en el plano teórico, ignora algo fundamental: la protesta no es el fin de la democracia, sino el síntoma de que sus canales institucionales no están funcionando.
Una sociedad madura no mide su vitalidad por cuántas calles bloquea, sino por cuán capaces son sus instituciones de procesar el desacuerdo sin violencia. Protestar es un derecho, sí, pero también es una responsabilidad colectiva. Y como todo derecho, tiene límites claros: comienza donde termina el derecho del otro a circular, a trabajar o a vivir en paz.
En el Perú, hemos confundido participación con presión. Protestar se ha convertido en una suerte de válvula emocional —un atajo frente al diálogo, la deliberación o la construcción de acuerdos—. Sin embargo, cuando la protesta sustituye a la política, el país se paraliza, las instituciones se debilitan y la desconfianza se multiplica.
El derecho a protestar no puede interpretarse como una licencia para desafiar al Estado ni para interrumpir la vida nacional. La legitimidad de una marcha no se define solo por su forma pacífica, sino también por su propósito. Una protesta que defiende fines inconstitucionales o que busca derribar el orden democrático deja de ser un ejercicio de ciudadanía y se convierte en una forma de coacción y, como decía Albert Camus, toda libertad se degrada cuando se ejerce sin responsabilidad.
Tampoco puede aceptarse la idea de que la violencia es solo responsabilidad individual. Quien convoca, organiza o alienta una movilización asume deberes éticos y legales. No hay protesta inocente cuando se tolera la violencia ajena. Y del mismo modo, el Estado tiene el deber —no la opción— de usar la fuerza legítima para proteger el orden público. Restablecer la paz no es reprimir; es cumplir la ley.
Es cierto que la estigmatización y el “terruqueo” han sido usados con ligereza para deslegitimar voces disidentes. Pero también lo es que existen grupos que manipulan el descontento social con fines políticos o ideológicos. No reconocerlo sería ingenuo. Defender el derecho a protestar exige también defender el derecho de los peruanos a distinguir entre la indignación legítima y la agitación organizada.
La prensa, por su parte, tiene un papel esencial: informar con rigor, no romantizar ni victimizar. Cuando la cobertura mediática se vuelve militante, la sociedad pierde perspectiva y el diálogo se convierte en un campo de batalla emocional.
En una república, los cambios no se logran gritando más fuerte, sino escuchando mejor. Los países que avanzan no son los que más protestan, sino los que mejor negocian, mejor educan y mejor confían. La democracia madura cuando todos aprendemos a disentir sin destruir.
Defender el derecho a protestar no debe implicar debilitar la autoridad del Estado, sino fortalecer los cauces del diálogo. Porque solo con instituciones sólidas y ciudadanos responsables podremos recuperar la confianza —esa que hoy, más que nunca, parece estar en estado de protesta permanente.