Maite Vizcarra
El Comercio, 13 de noviembre del 2025
“Si bien las plataformas tienen una responsabilidad evidente, los usuarios también tenemos un amplio margen de acción significativo”.
Vivimos inmersos en un ecosistema digital en el que la degradación progresiva de los contenidos se ha vuelto el paisaje dominante. Esa familiaridad con lo tóxico, lo trivial o lo abiertamente falso ya no nos alarma y, peor aún, ha empezado a relajar nuestro sentido crítico: el problema ya no es solo la contaminación, sino la peligrosa costumbre de alimentar el criterio de residuos, sin exigir algo mejor.
En el 2022, el escritor y activista tecnológico Cory Doctorow acuñó un término tan provocador como exacto: ‘enshittification’. El diccionario “Macquarie” lo consideró la palabra del año en el 2024, no por audacia lingüística sino por su capacidad de describir con precisión quirúrgica el deterioro –calculado– de plataformas y servicios digitales que alguna vez funcionaron bien. Hoy ese deterioro es parte estructural de nuestra experiencia online, también en el Perú, donde las redes sociales se han convertido en espacios cada vez más repletos de desinformación, ruido y contenidos de escaso valor.
Doctorow sostiene que las plataformas digitales atraviesan tres etapas: primero cautivan al usuario ofreciendo utilidad y encanto; luego empiezan a manipularlo en beneficio de sus anunciantes; y finalmente exprimen a esos mismos anunciantes con el único fin de maximizar sus propios ingresos. El resultado es un universo de contenidos en el que la inmediatez de lo estridente desplaza a la calidad, la reflexión y la veracidad. Sin embargo, el problema no se limita al contenido; compromete también la estructura económica que lo permite. Documentos internos filtrados de Meta –antes Facebook– revelan que la empresa calculó que alrededor del 10% de sus ingresos del 2024 provendrían de anuncios fraudulentos y que sus plataformas exhiben hasta 15.000 millones de anuncios sospechosos al día.
No es un error menor: es un sistema que tolera –e incluso capitaliza– el fraude.
Esta normalización de la degradación de contenidos digitales tiene efectos profundos, y en un país donde la desinformación se propaga con la velocidad de un meme jocoso reenviado, la exposición constante a contenido engañoso o irrelevante erosiona el criterio y la capacidad ciudadana para evaluar información. La saturación de estímulos vacuos reduce la atención, promueve la superficialidad y debilita el debate público.
Pero no estamos condenados a este derrotero por defecto. Si bien las plataformas tienen una responsabilidad evidente, los usuarios también tenemos un amplio margen de acción significativo. La alternativa es ejercer un consumo digital más consciente: elegir mejor, discriminar fuentes, premiar contenido informado y buscar líderes de opinión digital que puedan funcionar como responsables curadores de contenido. Buscar calidad no es elitismo; es una forma básica de autocuidado cognitivo.
Además, practicar una higiene mental digital implica no exponerse a todo, no compartir de manera irreflexiva y no asumir como verdadero aquello que simplemente se repite o se identifica con lo que creemos verdad. Implica también desconectarse de vez en cuando, y consumir opiniones que no necesariamente nos gustan. Así no solo engañamos al algoritmo y su ‘loop’ de preferencias, sino que abandonamos ese mal hábito de anular lo diferente.
El desafío es recuperar la sensatez en un entorno que nos empuja constantemente hacia lo contrario.






