Luis Carranza, exministro de Economía
Perú21, 29 de julio del 2025
La democracia peruana se encuentra en deterioro: instituciones ineficientes, crecimiento estancado y confianza ciudadana en mínimos históricos. La caída de la legitimidad democrática alimenta el riesgo de populismo. Pero aún es posible revertir esta tendencia.
Un buen sistema democrático desarrolla instituciones políticas que generan (i) un Estado fuerte y eficiente en sus funciones básicas, (ii) un sistema donde existe el imperio de la ley, donde se respeta la ley y se aplica de manera oportuna, y (iii) mecanismos transparentes e independientes de control del poder político.
Un buen sistema democrático tiene una relación de doble causalidad con el crecimiento económico. Un Estado eficiente donde impera la ley provee seguridad, buena regulación, infraestructura básica y protección de la propiedad privada, lo cual promueve la inversión, el empleo y la innovación, lo que a su vez se traduce en mayor crecimiento económico. A su vez, el mayor crecimiento económico proveerá recursos al Estado para seguir fortaleciendo sus instituciones y aumentar la provisión de los bienes públicos críticos para una sociedad.
Pero nada garantiza que entremos en este círculo virtuoso. Los sistemas democráticos pueden caer en fuerte deterioro lo cual terminará afectando al crecimiento de largo plazo. Así se empieza a perder legitimidad con la población y aumenta la probabilidad de que se termine con un gobierno secuestrado por un grupo o por grupos, destruyendo aún más el bienestar de la población. El caso de Venezuela es el ejemplo más cercano que tenemos.
Nuestro país lamentablemente está entrando en este círculo vicioso de deterioro del sistema democrático y de menor crecimiento, generando grandes riesgos por la perdida de legitimidad del sistema.
Los datos son reveladores. Cualquier indicador de eficiencia del país o de cualquier institución pública marca un fuerte deterioro: la mayor regulación ineficiente y el aumento explosivo de personal innecesario y no calificado por razones de clientelismo político han afectado la eficiencia del Estado. Esto, a su vez, se ve claramente reflejado en el bajo crecimiento del país. De tener tasas de crecimiento en torno al 7% como promedio anual hemos pasado a un promedio de 2.4% en los últimos 10 años. Este bajo crecimiento hizo que la pobreza, que subió después del COVID, se mantenga en altos niveles y no se pueda bajar a los niveles antes de pandemia, estando en 27.6% siendo este nivel muy similar al de 2011.
Este fuerte deterioro de la calidad de nuestras instituciones que se refleja en un pobre desempeño económico y pérdida de bienestar social explican la pérdida de legitimidad del sistema democrático. Así, en el último Latinobarómetro de 2024 la satisfacción con la democracia solo alcanzaba al 10% de la población. Junto con Bolivia, que atraviesa una severa crisis económica y política, son los niveles más bajos de la región. Ni siquiera en los años finales del gobierno de Fujimori estuvimos tan bajos en la satisfacción ciudadana con la democracia. Asimismo, solo el 9% cree que se gobierna para el beneficio de la mayoría de la población, el nivel más bajo de toda la región. No es de extrañar que, ante la pregunta de confianza en el Gobierno y en el Congreso sigamos al final de la tabla con solo 8% y 7%, respectivamente.
Este es el riesgo más grave que tenemos de cara al próximo proceso electoral. La pérdida de legitimidad producto de la mala gestión pública puede poner en debate el tema de cambio constitucional debido a una errónea interpretación de causalidades. La actual constitución ha impedido un mayor deterioro de las instituciones y que el Estado ingrese por la vía absurda del populismo multiplicando las empresas públicas, los déficits fiscales y la inseguridad jurídica. Bajo el argumento que se debe gobernar para el pueblo se pueden destruir los candados constitucionales para un populismo desbocado.
Sin embargo, el cambio de gobierno ofrece también oportunidades para que un nuevo gobierno enrumbe al país a la ruta del desarrollo y del crecimiento. A diferencia de nuestra situación en 1990 o de la situación de Argentina o Bolivia no necesitamos un gran ajuste fiscal que contraiga el gasto de manera abrupta. Esos ajustes drásticos la población los acepta si y solo si se está en medio de una severa crisis. Afortunadamente, todavía tenemos una gran fortaleza macroeconómica que nos permitirá financiar fuertes programas de inversión pública y programas sociales para reactivar la economía y ganar legitimidad mientras se va controlando el gasto en remuneraciones y se van reestructurando las instituciones disfuncionales que castran la inversión privada. En el lado privado, existe una gran cantidad de proyectos de inversión en sectores críticos que no avanzan por trabas burocráticas que tomarían un tiempo en concretarse justo cuando el impulso fiscal debería normalizarse. En un periodo de 18 – 24 meses el país debería retomar tasas de crecimiento en torno al 6%.
Este fuerte impulso al crecimiento nos permitirá engancharnos en ese círculo virtuoso donde nuestra democracia se fortalezca, nuestras instituciones se reconstruyan y nuestro alto crecimiento se consolide. Lo hicimos en la crisis política y económica de 2000, lo podemos hacer ahora. ¡Hay que regresar a la ruta del desarrollo!