Gabriel Daly
El Comercio, 2 de setiembre del 2025
“Nuestros puentes no son solo fallas de ingeniería: son la expresión tangible de una gestión pública que no planifica, no mantiene y no conecta”.
La palabra puente proviene del latín ‘pons’, ‘pontis’, que significaba “paso construido sobre agua o terreno difícil”. Su raíz ha dado origen a múltiples usos metafóricos, siempre ligados a una idea central: la unión y el tránsito. Justo lo contrario de lo que ocurre con muchos “puentes” en el Perú.
Un ejemplo elocuente es el puente Nanay, el más largo del país. Fue concebido para integrar Iquitos con San Antonio del Estrecho, en la frontera con Colombia. Sin embargo, desemboca en un terreno baldío, sin carreteras que lo conecten con zonas habitadas. El resultado: una infraestructura millonaria que, lejos de impulsar el desarrollo, permanece inútil.
En Arequipa, el puente Chilina simboliza sobrecostos y mala planificación. Construido bajo el mecanismo de Obras por Impuestos, terminó duplicando su costo inicial y sus accesos siguen siendo caóticos. Es la prueba de cómo el afán por inaugurar obras puede imponerse a la funcionalidad y, de paso, erosionar un modelo de colaboración público-privada. Algo similar ocurre en Lima: la falta de planificación obligó a instalar dos puentes modulares como acceso provisional al nuevo aeropuerto Jorge Chávez, mientras que el puente Santa Rosa estará listo en el 2029.
El caso del puente de la Solidaridad es aún más bochornoso. Planeado para unir San Juan de Lurigancho –el distrito más poblado de Lima– con El Agustino, colapsó durante el fenómeno de El Niño, en el 2017. Entonces, el gerente de Infraestructura de Emape, José Justiniano Martínez –hoy nuevamente en la gestión del alcalde de Lima, Rafael López Aliaga– intentó minimizar el desastre con una frase insólita: “No se ha caído, solo se ha desplomado”. Ese mismo año, el puente Virú, en La Libertad, también colapsó, incomunicando al norte del país.
A ello se suma el deterioro provocado por la desidia. El 14 de febrero del 2024, el puente Chancay se vino abajo tras el impacto de un bus de la empresa Cruz del Norte contra su estructura. El saldo fue trágico: tres muertos y 41 heridos. Una tragedia que pudo evitarse con mantenimiento.
Por último, el recién inaugurado puente de la Paz, que une Miraflores con Barranco, quedó paralizado a los pocos meses de iniciadas las obras, generando un caos vehicular en plena temporada de verano. Ahora que finalmente está terminado, presenta una ciclovía inútil, comparable a una puerta instalada en una pared sin entrada ni salida. A ello se suma una iluminación incandescente que incomoda a peatones y vecinos. Por las noches, drones sobrevuelan la estructura lanzando mensajes por altavoces en una escena que, lejos de transmitir modernidad, más bien recuerda “1984”, la distopía de George Orwell.
El debate sobre el color del “puente” –que es idéntico al del partido del alcalde y al de los conos de tránsito en Miraflores– parecería irrelevante, si no evidenciara la frivolidad de las prioridades de gestión. El propio alcalde de Miraflores ya ha mostrado una peculiar percepción cromática, lo que convierte la discusión en un desvío frente a los verdaderos problemas de la ciudad.
Lo más decepcionante, sin embargo, es la oportunidad perdida. Este puente pudo haberse convertido en un hito turístico, integrando el malecón desde Magdalena hasta Chorrillos. Como vecino de Barranco, defendí su construcción con la esperanza de que aportara valor a Lima. Hoy, uno se pregunta qué pensará el visitante que recorre el puente para llegar al malecón Mario Vargas Llosa.
La comparación es inevitable. El Q’eswachaka, último puente colgante de origen inca aún en uso, constituye un testimonio vivo de la ingeniería andina. Paradójicamente, mientras esta obra ancestral, tejida íntegramente con ichu y renovada cada año gracias al saber comunitario, se mantiene firme, en pleno siglo XXI seguimos fallando al construir puentes duraderos.
Porque, en realidad, nuestros puentes no son solo fallas de ingeniería: son la expresión tangible de una gestión pública que no planifica, no mantiene y no conecta. En vez de acercarnos, nos alejan más. El Perú necesita atender de urgencia 75 puentes y construir más de mil para cerrar la brecha. Aún estamos a tiempo de corregir, si existe una voluntad real de hacerlo.