Gabriel Daly
El Comercio, 13 de octubre del 2025
“Todo intento de acallar al interlocutor contradictorio es semilla de autoritarismo. Y eso no puede tolerarse”.
Hubo tensión, amenazas y censura. El aspirante presidencial Phillip Butters viajó a Juliaca con la intención de expresarse públicamente y ganar apoyos. Encontró, en cambio, una barrera violenta: le impidieron hablar. Incluso, según reportes, hubo un intento de linchamiento. No fue un episodio aislado, sino una advertencia inquietante de lo que ocurre cuando disentir se vuelve un riesgo cívico.
Estamos viendo cómo quien sostiene una posición disonante frente a un grupo contrario suele ser despreciado, silenciado o, en el extremo, violentado. No es nuevo: en julio ocurrió algo similar cuando el grupo denominado La Resistencia se plantó frente a la vivienda de Rosa María Palacios. ¿Por qué entonces hubo indignación generalizada –en la prensa, entre los opinadores y en las redes– y ahora, ante lo de Juliaca, la reacción es más tibia?
El doble rasero no requiere demasiada explicación. En Lima, o en ciertos círculos mediáticos, Palacios es una figura apreciada; Butters no goza de ese perfil ni de simpatía en varios sectores, en parte por sus posturas intransigentes y provocadoras. Pero el fondo es el mismo: quien se atreve a disentir y alza la voz queda expuesto.
Sin embargo, la libertad de expresión no depende de quién habla, sino de que todos puedan hacerlo sin miedo. No hay excusas: sea cual sea la ideología o el color político, el derecho a expresarse debe prevalecer. Hay una frase atribuida a Idi Amin, conocido como el ‘Carnicero de Uganda’, que dice: “Hay libertad de expresión, pero no puedo garantizar la libertad después de hablar”. Esa advertencia, brutal y vigente, retrata el clima que hoy toleramos con pasividad.
Del mismo modo, el presunto ataque a Rafael López Aliaga, reciente y confuso, merece igual criterio de lectura. No es cuestión de simpatías ni de banderas ideológicas, sino de un patrón inquietante: la normalización de la violencia política para invalidar al adversario. Si cada candidato o figura pública teme ser agredido al salir a una plaza, el mensaje es claro: el espacio público deja de pertenecer a todos y pasa a quien impone el miedo.
Las consecuencias de esa censura son especialmente graves en campaña electoral. Primero, bloquea el debate público: si se excluye a candidatos o comentaristas de determinados espacios, las ideas dejan de confrontarse ante la ciudadanía. Segundo, fomenta la autocensura: aspirantes y voceros evitan territorios hostiles y restringen su alcance. Tercero –y quizá lo más preocupante–, priva a los electores de información suficiente. Cuando el discurso se repliega al terreno ‘seguro’, la competencia pierde sentido y la democracia se empobrece.
No se trata de defender a nadie, sino de afirmar un principio: un país que admite una sola voz renuncia a la pluralidad que toda democracia exige. La indignación no debe seguir simpatías personales o mediáticas, sino convicciones. Importa menos quién habla que su derecho a hacerlo.
Quizá algunos callan por cálculo de imagen, por alianzas políticas o por no cerrarse puertas. Ese silencio, sin embargo, legitima a quienes intimidan y a las autoridades que los toleran, y fija un precedente peligroso: en el Perú de hoy, quien disiente queda marcado; quien no acata, calla.
En Juliaca intentaron silenciar. En otros lugares, intimidar. Y si los ataques se multiplican, el riesgo es que dejemos de escandalizarnos. Si no reclamamos con equidad cada atropello contra la libertad de expresión, si no mostramos indignación sin sesgos, entregamos a los agresores el control del discurso público. Eso es peligroso, más aún en tiempos electorales.
La democracia no es un espectáculo uniforme ni un refugio para audiencias complacientes: es un espacio para voces diversas, incluso ásperas. Todo intento de acallar al interlocutor contradictorio es semilla de autoritarismo. Y eso no puede tolerarse. Elegir requiere libertad. Donde esa libertad se restringe, la elección deja de ser auténtica.
Defender la libertad de expresión cuando habla quien no nos gusta es la vara con la que se mide una democracia. Si no la defendemos hoy, mañana no habrá a quién escuchar ni por quién votar.