Gabriel Daly
El Comercio, 27 de octubre del 2025
“Decir no sin romper puentes y tender puentes sin abdicar de los principios: eso es liderazgo lúcido”.
Durante años, la indignación fue el combustible moral de la izquierda que denunciaba abusos del poder y del modelo económico. Basta recordar las chalinas verdes que acompañaron a Susana Villarán en el 2013 o las escenas donde se lavaba la bandera en la Plaza de Armas.
En los últimos tiempos, ese tono pasó al empresariado. No es raro escuchar que “hemos perdido la capacidad de indignarnos”. Gremios y dirigentes que antes hablaban con prudencia técnica, hoy lo hacen con rabia –y no sin razón–.
Sobran motivos: un Estado que incumple contratos, gobiernos que cambian las reglas sin aviso; y una burocracia que castiga a quien produce y premia a quien traba. Como resultado, en la última década invertir se ha vuelto un acto de riesgo, y producir, un gesto cívico; se paralizan proyectos; el sistema de salud colapsa; los ministros duran semanas; el Congreso legisla sin medir su impacto; y el diálogo entre empresa y política se erosiona.
Sin embargo, el asunto no es solo indignarse, sino convertir ese hartazgo en propósito. Cuando la izquierda alza la voz, lo hace en nombre del agravio; cuando lo hace el empresariado, corre el riesgo de que suene a defensa de privilegios disfrazada de principios. En un país donde la opinión pública asocia empresa con poder, ese registro se percibe como queja improductiva más que liderazgo.
El dilema entre moralismo y pragmatismo está en el núcleo del problema. La cólera cívica es un reflejo ante la injusticia o el abuso; es la negativa a ser cómplice de un Estado que premia la ineficiencia o castiga a quien trabaja. Sin embargo, si ese impulso se reduce a un grito, se transforma en ruido: aleja a la ciudadanía, refuerza prejuicios y diluye el mensaje.
El pragmatismo, en cambio, mantiene abiertos los canales, dialoga incluso con gobiernos hostiles y busca acuerdos que mitiguen daños. Es necesario para sostener el sistema, pero peligroso cuando se vuelve refugio: un silencio que se disfraza de diplomacia y termina avalando lo inaceptable.
Por ello, el tema de fondo no es optar por un extremo, sino hallar la mezcla justa: una cólera que establezca límites y un pragmatismo que construya soluciones.
El liderazgo empresarial no elige entre moralismo y pragmatismo: los equilibra con inteligencia cívica. Rechaza lo errado con argumentos –no con insultos–, propone alternativas antes que protestar y dialoga no solo con el Estado, sino también con las universidades y los sindicatos, para mostrar que defender la economía de mercado es, en verdad, defender el progreso colectivo.
El dirigente no se limita a representar intereses gremiales; sostiene la convicción de que el desarrollo exige instituciones sólidas, reglas previsibles y libertades económicas. Su voz no puede ser la del enojo ni la del cálculo mudo, sino la del razonamiento. No se trata de confrontar por reflejo, sino de marcar límites con claridad y defender principios con firmeza.
Por ejemplo, cuando un gobierno erosiona la institucionalidad o castiga la inversión con medidas populistas, callar deja de ser prudencia: es omisión. Y cuando la respuesta es pura furia, se pierde el rumbo. Entre esos extremos se mide la talla real de un dirigente. En épocas electorales, la responsabilidad se multiplica: los gremios no están para escoger candidatos, sino para defender reglas del juego que cualquier gobierno deba respetar.
También hay tarea hacia adentro. La defensa del mercado exige autocrítica: combatir la colusión y transparentar el cabildeo. Sin integridad privada –en competencia y tributación– no hay autoridad moral para exigir integridad pública.
El empresariado debe hablar no solo de productividad o tributos, sino también de educación, pensiones justas, cohesión social y meritocracia. Sin ciudadanía educada, con trabajadores capacitados y sin instituciones que funcionen, no hay mercado que prospere. La legitimidad no se proclama, se demuestra pagando impuestos, compitiendo con transparencia y cumpliendo la ley.
Indignarse alerta; liderar transforma. Decir no sin romper puentes y tender puentes sin abdicar de los principios: eso es liderazgo lúcido. El Perú no necesita más ruido, sino dirección con resultados.






