La semana pasada un tuit del Papa dio que hablar. El pontífice tuiteó: “La desigualdad es la raíz de todos los males sociales”. Asimismo, en su reciente exhortación ‘Evangelii Gaudium’ sostuvo que la libertad económica permite que “las ganancias de unos pocos [crezcan] exponencialmente” mientras que “las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz”. Para el Papa, el “capitalismo libre” es “una nueva tiranía”.
Comparto la preocupación del papa Francisco por quienes más sufren. El mundo, sin duda alguna, sería un mejor lugar si más gente tuviese su sensibilidad social. Pero su diagnóstico del origen de la pobreza y su relación con la desigualdad es completamente errado.
Para empezar, los males sociales como el hambre, la mortalidad infantil o la falta de educación no se originan en la desigualdad. Etiopía es un país mucho más igualitario que Hong Kong (una de las naciones más desiguales del mundo), pero sufre gravemente de dichos problemas mientras que en el país asiático existe mucha prosperidad. El origen de la mayoría de males sociales, realmente, es la pobreza. Y esta, a diferencia de lo que cree el Papa, no tiene su origen en “la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera”.
La pobreza de las comunidades andinas de Ayacucho o Huancavelica, por ejemplo, no la generaron los negocios de multinacionales, ni complejas operaciones con derivados financieros de los que los habitantes de esa zona nunca han escuchado hablar. La pobreza, ahí y en todos los lugares donde existe, es la condición natural del hombre, que subsiste mientras que los pueblos no encuentran maneras de producir los bienes materiales que eleven su calidad de vida. Y es precisamente el sistema capitalista, al permitir que los individuos conserven las ganancias de sus inversiones, el que genera los incentivos para dicha producción.
Nuestra historia reciente es una prueba de qué sistema funciona. Durante los setenta y ochenta exploramos lo que sucede cuando el Estado reemplaza al mercado en la organización de la producción y cuando impone igualdad a la fuerza. El resultado fue una tragedia económica que, entre otras cosas, dejó a alrededor del 60% de peruanos en situación de pobreza. La apertura económica iniciada en los noventa, en cambio, permitió un crecimiento que ha logrado reducir la pobreza a 23,9% de la población. Y, de paso, redujo en algo las brechas sociales, según el INEI.
El problema de las ideas económicas del Papa es que, puestas en práctica, generan miseria. Lamentablemente, son tan populares que es políticamente incorrecto no hacerles por lo menos una pequeña reverencia, incluso entre quienes reconocen los beneficios del mercado. Y, por eso, pese a que la historia nos demostró que es la libertad la que más ayuda a los pobres, el estatismo cada día se cuela más en nuestro país.
Durante este gobierno, por ejemplo, se ha dado una recatafila de leyes intervencionistas para “proteger a los débiles” que dificultan hacer negocios. No sorprende que, según el índice que publica la Fundación Heritage y “The Wall Street Journal”, la libertad económica haya disminuido en el Perú desde el 2012. Paralelamente, el Ejecutivo ha expandido el presupuesto de protección social de casi S/.3,8 mil millones en el 2011 a más de S/.5 mil millones este año (empleando recursos que los privados podrían haber usado para producir riqueza y reducir la pobreza).
A los pobres, sin embargo, les iba mejor cuando el Estado les ayudaba menos. Según un reciente reporte del INEI, en los primeros tres años de este gobierno la pobreza ha descendido en casi 4%, mientras que durante los tres primeros años del gobierno pasado descendió el triple. Algo que, por supuesto, no extraña, pues el mercado hoy se encuentra más acogotado y con menor capacidad para generar el crecimiento que sí elimina la miseria.