Esta semana, la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Alicia Bárcena, afirmó que se necesita un “cambio estructural en el modelo económico porque eso es el corazón del problema”, al tiempo que señalaba que hay que “repensar la ecuación entre el Estado, el mercado y la sociedad para luchar contra la desigualdad”.
Para aquellos familiarizados con estas afirmaciones y con la participación de la Cepal en el debate respecto de las mejores políticas públicas a implementar –sobre todo durante las décadas de 1970 y 1980–, la propuesta de la señora Bárcena suena demasiado a un viaje a un pasado relativamente reciente en la región en el que el Estado era el productor, director y protagonista del sistema económico.
En el caso del Perú, el viaje memorioso nos lleva de vuelta a las políticas económicas implementadas en las décadas de 1970 y 1980, antes de las reformas estructurales de liberalización. Para algunos varados en aquellos tiempos, el Estado Peruano debería regresar a controlar buena parte de las decisiones de producción, empleo, precios y consumo para así garantizar una sociedad más productiva e inclusiva.
La verdad, sin embargo, es que en el Perú desde hace 20 años las decisiones libres de las personas y de la sociedad en general han tenido resultados mucho más productivos e inclusivos que las acciones planeadas desde un Estado que imponía –a tropezones y a su manera– una supuesta producción e inclusión.
Las cifras no mienten. Entre 1970 y 1990, durante las llamadas décadas perdidas, el PBI per cápita ajustado por inflación se redujo; es decir, en promedio, todos los peruanos éramos más pobres luego de 20 años de modelo estatista. Entre 1990 y el 2014, no obstante, el Perú pasó de un PBI per cápita de US$3.300 a uno de casi US$12.000, según cifras del Fondo Monetario Internacional (FMI). En otras palabras, luego de 14 años con un modelo de apertura económica, el peruano promedio es casi cuatro veces más rico.
Algunos extraviados en este viaje en el tiempo dirán entonces que este crecimiento solo ha beneficiado a los ricos, y que los promedios esconden mucha información sobre la manera en que se ha distribuido esta generación de riqueza. Falso. Lo cierto es que en las últimas décadas el coeficiente de Gini, que mide la distribución del ingreso, ha venido mejorando sostenidamente. Esto se ilustra bien señalando que el ingreso promedio del decil de hogares más pobres ha subido en más de 80% en los últimos 10 años, en tanto que el crecimiento del ingreso de los hogares más ricos ha sido de ‘apenas’ la mitad de eso.
Más aun, si uno toma en cuenta todo el período en que rigió el modelo de los setenta –desde que asumió el mando el general Velasco hasta comienzos de los noventa– las cifras de pobreza son abrumadoras. En 1970, el Perú tenía un 35% de su población viviendo bajo la línea de pobreza. Para 1991, el 56% de los peruanos padecía esta situación. Sin embargo, luego de casi un cuarto de siglo permitiendo (aunque sea parcialmente) que las decisiones se tomaran en un contexto de libertades económicas, la incidencia de la pobreza en el Perú ha bajado a menos del 25% de la población; reducción histórica que acapara frecuentemente la atención de medios y organismos internacionales.
Estos datos se traducen además en mejoras tangibles en la calidad de vida de los ciudadanos más desprotegidos. Así, según estimaciones del Instituto Peruano de Economía (IPE), entre 1993 y el 2012 el acceso de los hogares a una conexión eléctrica subió de 55% a más de 90%, en tanto que las conexiones a agua potable pasaron de 47% a 81%. El acceso a televisión, radio, cocina a gas y otros artículos que facilitan la comunicación y las tareas del hogar también se disparó. Es difícil sobreestimar el enorme impacto que estos elementos, sumados a más y mejor distribuida riqueza, ha tenido sobre la calidad de vida de los peruanos.
Por supuesto, aún estamos muy lejos de cantar victoria. Con 7 millones de peruanos aún por debajo de la línea de pobreza, las políticas de apertura económica a favor del crecimiento no deben retraerse sino fortalecerse. El viaje ha sido largo, pero es importante mirar atrás de vez en cuando para recordarnos que vamos en el camino correcto y hacer oídos sordos a aquellos que, por ideología o desinformación, aconsejan dar un giro al fracasado pasado.