Finalizada la Segunda Guerra Mundial, emergió la llamada Guerra Fría, o confrontación este-oeste, con dos bloques de países, liderados por Estados Unidos –con un sistema económico de libre mercado, propiedad privada e instituciones democráticas– y la Unión Soviética –con una economía estatista o centralmente planificada, y una organización social y política sustentada en la “dictadura del proletariado” a base del aparato del Partido Comunista, que era el partido único–.
La reconstrucción de Europa fue el primer gran escenario de confrontación y emulación de esas dos concepciones de la economía y la sociedad, con la puesta en marcha del Plan Marshall por Estados Unidos, y con la réplica de su esquema de los planes quinquenales que impuso la Unión Soviética en su zona de influencia o países satélites.
Un segundo escenario lo constituyó el proceso de descolonización que se inició al amparo de la carta de las Naciones Unidas, principalmente en países de África y Asia, donde la Unión Soviética ganó gran preponderancia e influencia mediante el apoyo y estímulo a la lucha armada de los procesos independentistas.
Simultáneamente, un importante grupo de líderes nacionalistas –Nehru, Tito, Nasser y Sukarno– crea el grupo de los Países No Alineados, cuya intención manifiesta era procurar un modelo alterno de desarrollo sin interferencias de los dos bloques en pugna.
En ese contexto, el modelo socialista llega a América con la revolución cubana, lo cual exacerbó los niveles de confrontación Estados Unidos-Unión Soviética, cuya cota máxima se produjo con la crisis de los cohetes rusos con cabeza nuclear que apuntaban desde Cuba hacia Estados Unidos, en 1962.
Los dos sistemas tenían como característica común considerar que la fuente del crecimiento era la industria, principalmente la pesada, previa la modernización del sector agropecuario manifestada en productividades elevadas con transferencia de personas hacia los sectores urbanos, para atender la demanda de mano de obra creciente de la industria y los servicios.
Por otra parte, los fundamentos conceptuales del manejo de las economías de mercado se
modifican y fortalecen con las ideas de Keynes, cuyas propuestas sobre la intervención selectiva del Estado –con mayor gasto público, para incentivar el crecimiento y por consiguiente el empleo, que generen la reactivación de la demanda con sus efectos multiplicador y acelerador– tienen la virtud de crear elementos de aproximación entre esas dos grandes visiones del funcionamiento económico.
Ese equilibrio se altera cuando se produce la revolución del Valle del Silicio, en California, que cambia el paradigma sobre la fuente del crecimiento de los países, al pasar de la industria con chimeneas a la creación y producción de conocimientos. Esta revolución, inicialmente silenciosa, comenzó a manifestarse como una anomalía del esquema tradicional, el cual generó un debate en los medios académicos de Estados Unidos, a comienzos de la década de 1980, pues muchos analistas comenzaron a esbozar la tesis de que dicho país se estaba “desindustrializando”, ya que el sector terciario o de servicios tenía una dinámica de crecimiento mucho mayor.
Al poco tiempo descubrieron que los productos generados por la industria del conocimiento, al no tener la corporeidad de los bienes tradicionales, eran clasificados, estadísticamente, dentro del sector de los servicios junto con la venta de hamburguesas o los cortes de cabello. Y cuando esa evidencia se constata, se reconoce que se ha llegado a la revolución del conocimiento, con un soporte tecnológico impresionante que cambia radicalmente “la forma de hacer las cosas”.
Ese formidable cambio cultural lo conoce Gorbachov cuando Reagan lo lleva a visitar una escuela en California, y allí advierte que en las aulas de clase cada alumno disfruta de una PC mientras que, por contraste, en la Unión Soviética estaban prohibidas las fotocopiadoras.
En ese momento, Gorbachov percibe que hay una nueva y más dinámica fuente de crecimiento y desarrollo de los países, que requiere de una sociedad con más libertad para la creación y la innovación, y es cuando pone en práctica la ‘glasnost’ y la perestroika (transparencia y reestructuración) como una estrategia de supervivencia del sistema, pero dirigida y controlada por el aparato del partido o ‘nomenklatura’. Pero la insurgencia y el triunfo de un Yeltsin que postulaba que las cosas fueran más rápido sacan a Gorbachov del escenario, con lo cual el sistema se derrumba no solo en la Unión Soviética, sino en todos los países satélites sojuzgados.
En ese momento se considera que el socialismo quedó sepultado, que la democracia y la economía de mercado han triunfado, tal como lo planteó Fukuyama en su libro “El fin de la historia”; pero la tozudez de los hermanos Castro ha abierto una ventana totalitarista que ha oxigenado el discurso socialista, con su anacrónica rigidez ideológica, en América Latina con el liderazgo populista de Hugo Chávez, cuyo legado no se atreven a cambiar sus sucesores, no importan la postración económica y conculcación de libertades que padece ese otrora floreciente y dinámico país.