Alonso Rey Bustamante
Perú21, 3 de octubre del 2025
«Hoy no se dialoga, se chantajea. Y lo peor: muchos esperan que, tarde o temprano, la empresa “negocie” pagando».
En el Perú hemos llegado a un nivel de descomposición en el que la violencia se convierte en una herramienta de negociación. El reciente conflicto entre la comunidad de Huaripampa y Antamina lo ilustra con claridad: quema de maquinaria y pérdidas de más de S/20 millones para contratistas, como si destruir propiedad privada fuese parte del “derecho a la protesta”. Todo daño a la propiedad privada o todo pago por extorsión se debe deducir de impuestos porque el Estado no me da ese servicio básico que es la seguridad.
La comunidad alega afectaciones territoriales en 184 hectáreas, mientras la empresa en 1998 firmó contratos de compra de tierras que siguen vigentes e inscritos en Registros. Pero más allá del debate legal, lo grave es que la extorsión parece haberse normalizado como método de presión. Hoy no se dialoga, se chantajea. Y lo peor: muchos esperan que, tarde o temprano, la empresa “negocie” pagando.
Aquí vale un paralelo incómodo: lo que vemos en Áncash no es muy distinto al sicariato o la extorsión que sufren transportistas en Lima y el norte del país. Primero se amenaza, luego se ataca —se queman buses o se asesina a choferes— y finalmente se cobra “protección”. En el caso minero, la lógica es la misma: destruir activos, bloquear operaciones y luego facturar la protesta como si fuera un servicio. La diferencia es que aquí el Estado, en lugar de perseguir el delito, suele mirar para otro lado, pero está presto a que le paguen los impuestos, canon y sobrecanon.
Ese es el corazón del problema. Cuando cualquier pago de este tipo se entrega sin sanción ni control, el mensaje es simple: incendie usted maquinaria, paralice operaciones y luego cobre. El costo inmediato lo asume la empresa, sí, pero el daño real lo paga el país entero. Porque menos inversión significa menos empleo, menos tributos y menos canon.
Si queremos romper este círculo vicioso, las reglas deben ser claras: toda compensación obtenida bajo presión violenta debe descontarse del canon y regalías de la región o municipalidad. El caso de San Marcos, en Áncash, es ilustrativo. Pese a recibir una de las mayores transferencias de canon, su población sigue sin agua potable, colegios dignos ni servicios de salud. ¿El problema? No es la falta de dinero, sino la incapacidad y corrupción de sus autoridades.
Y que no se olvide: destruir activos privados no es un “daño colateral”, es un delito. Penalizar y exigir reparación no debería discutirse.
Si seguimos tolerando que se quemen millones en maquinaria como si fueran fogatas de protesta, mañana ningún inversionista querrá arriesgarse en nuestras regiones. ¿Sunat fiscaliza a los asesores de comunidades que cobran miles de soles?