Fausto Salinas Lovón
Desde Cusco
Exclusivo para Lampadia
La política es mucho más antigua que la Constitución. Existe antes, después y a pesar de esta última. Más aún, puede vivir sin ella.
Para obtener el poder, mantenerlo y ejercerlo (que son los cometidos principales de la política), no hace falta la Constitución.
Los romanos (para no ir más lejos en la historia), gobernaron la península itálica a partir del siglo VIII a.c y desde allí ejercieron el poder en Europa, el Norte de África, Siria y Egipto hasta el siglo V d.c., sin estar sujetos a una Constitución. Tuvieron reglas, instituciones y normas en otro ámbito, pero no en el ámbito político.
Ni los señores feudales europeos, ni los shogunes japoneses, que ejercieron el poder real en Europa y Japón por siglos, estuvieron limitados por normas constitucionales. La vida, la libertad, el patrimonio y la honra de las personas dependían de su voluntad, no de un papel, ni una regla de esas características.
Los emperadores mayas, aztecas o incas, tampoco ejercieron el poder en todo nuestro continente bajo la permisión de un texto, norma o constitución. Nada había en ese momento que separara su autoridad política de su autoridad religiosa, ni mucho menos reglas que le impidieran disponer sobre la virtud de las mujeres, el destino de los jóvenes o la libertad de los súbditos.
La conquista de América, la colonización del África y las incursiones imperiales en el Asia, tuvieron como marco la ley de la selva que fue y sigue siendo el derecho internacional, pero se dieron con mayor libertad dada la ausencia de marcos o límites normativos internos en cada reino. Carlos V o Luis XIV no tuvieron que rendir cuentas de sus actos a un Congreso elegido por el pueblo, no debieron observar reglas de derechos humanos plasmadas en un texto obligatorio para todos, ni observar reglas o procedimientos cuando decidían el destino del Perú, las colonias norteamericanas o Canadá.
Cuando Luis XIV afirmaba que “El Estado soy yo”, lo hacía porque nada le impedía decirlo y porque no existía nada parecido a lo que en este tiempo Enmanuel Macron tuvo que jurar cumplir para ser presidente.
Para todos ellos, la política se ejercía al margen de la Constitución o de algo similar.
La gran conquista de la sociedad contemporánea es haber encausado la política dentro de una norma. Someter la política no ha sido sencillo. Tardó siglos lograrlo. Fueron primero los ingleses quienes a través de su Bill of Rigths arrancaron en 1689 el reconocimiento de sus derechos al monarca inglés. Luego los norteamericanos en su Constitución de 1786 y después los franceses en 1789 a través de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. La Constitución de Cádiz de 1812 fue el primer avance en el mundo iberoamericano, pero duró muy poco ya que en 1814, el rey Fernando vii la derogó para restaurar el absolutismo.
En el siglo XIX la tensión entre política y constitución se mantuvo en Europa a raíz del retorno del absolutismo y en América, a causa del caudillismo militarista post independencia, que buscaba zafarse de los límites, pesos, contrapesos y controles de los flamantes textos constitucionales de las nacientes republicas americanas.
Hitler, Mussolini, Franco, Mao o Stalin son ejemplos globales de como la tensión entre política y constitución ha cedido en favor de la primera durante el siglo XX. Pinochet, Castro, Velasco Alvarado o Fujimori son ejemplo de esa tensión en el siglo XX latinoamericano, como lo son Chávez, Maduro, Ortega o Morales de la tensión actual. En todos estos casos, la política, en una dirección o en otra, ha buscado imponerse sobre la Constitución.
En la sociedad contemporánea, la libertad de las personas, su dignidad, su patrimonio, sus emprendimientos y su vida, no dependen de la decisión de una persona, están declaradas y garantizadas en una norma que todos deben observar, sobre todo y principalmente los que ejercen el poder. La organización del poder, su separación, su alternancia y la independencia de las instituciones que ejercen el poder no es una gracia del gobernante, sino una garantía pre existente.
En la sociedad contemporánea, donde el imperio es del derecho y no de la fuerza, la tensión histórica entre política y Constitución debe ceder en favor de esta última. En la sociedad libre, abierta y plural, se celebra el triunfo del texto sobre la masa, de la ley sobre el caudillo, de la Constitución sobre el autócrata. Nada bueno le espera a una sociedad que celebre lo contrario. Nada bueno le espera a una sociedad en la cual la política, como lo planteaba Macchiavello, este desprovista de reglas y de ética.
Nada bueno le espera a una sociedad que desata a la política del yugo que le impone la Constitución y que se queda a merced de la voluntad de una persona. Lampadia