Alejandro Deustua
Contexto.org
14 de octubre de 2025
Para Lampadia
Ratificando su inmadurez nuestros legisladores han agregado extraordinaria inestabilidad e incertidumbre a una trayectoria gubernamental marcada desde hace siete años por esas anomalías.
Ello ocurre cuando esas disfunciones desequilibran también el sistema internacional y el funcionamiento de los mercados. Como consecuencia el riesgo país se incrementa a pesar de los buenos fundamentos de la economía, la compleja transición electoral se arriesga adicionalmente y la escasa influencia del Perú se agota.
La alta frecuencia de los cambios de mando en el país es sólo comparable a las crisis estructurales que padecieron Ecuador y Argentina en el reciente cambio de siglo.
En efecto, entre 1997 y 2002 Ecuador tuvo siete presidentes. El ciclo fue iniciado por el desgobierno de Abdalá Bucaram y una gravísima crisis económica que el presidente Mahuad intentó corregir con una dolarización que, aunque persiste hasta hoy, no lo libró de un golpe de estado (2000) ni atajó más gobiernos truncos hasta desembocar en el populismo de Rafael Correa en 2007.
Y en Argentina, otro proceso de dolarización (la “convertibilidad”) luego de exitoso comienzo terminó en hiperinflación, gran conflicto político impulsado por el “corralito” (restricción de retiros bancarios) y la renuncia del presidente de la Rúa en 200. Entre esa fecha y el 2003 la presidencia argentina fue ejercida por dos mandatarios de corta duración para desembocar, a partir de ese año, en la consagración del populista Néstor Kirchner con las consecuencias del caso.
Si, a diferencia de Ecuador y Argentina en esos ciclos, el gobierno peruano se asienta hoy en sólidos fundamentos económicos, la intensidad de su crisis política e institucional reflejada en el tránsito, desde 2018, de siete presidentes y creciente malestar social, arriesga el mismo destino: la emergencia populista (ya anunciada, en versión radical, por Castillo en 2021) o de un gobierno autoritario.
De otro lado, la pérdida del orden interno (marcada por el deterioro del contrato social expresado en incapacidad para proveer seguridad, justicia y satisfacción de necesidades básicas) complica intensamente las posibilidades relacionamiento externo. En efecto, la crisis interna resta sustento y claridad a la proyección del interés nacional, inhibe un previsor manejo de la vulnerabilidad externa (la positiva relación de precios que definen los extraordinarios términos de intercambio no es hoy una variable que los agentes económicos locales controlan) y enturbia la orientación del posicionamiento externo (cuya “neutralidad activa” está sobredimensionada).
A esa disfunción debe agregarse la minimización de la importancia de la política exterior en la percepción pública: la designación del Canciller no parece tener mayor prioridad en las preocupaciones colectivas.
Esa situación, agravada por la carencia de fundamentos institucionales básicos atenúa la prudencia sobre lo que el Perú puede y debe hacer externamente. Especialmente si a la consecuente liberalidad en la gestión de intereses se agrega la irracionalidad ideológica. Éste fue el caso de Castillo en el trato prioritario otorgado a gobiernos de correligionarios al punto de arriesgar cuestiones de soberanía como ocurrió en la relación con Evo Morales.
De otro lado, un gobierno de país chico sin sustento local ya ha optado por otorgar mayor importancia a la imagen en el mercado político que a la reducción de su pérdida de influencia. Especialmente si su prioridad ha sido el logro de legitimidad externa. Ese tipo de conducta fue evidente en los inicios de la gestión de la Sra. Boluarte frente al cuestionamiento de socios (algunos de la Alianza del Pacífico como México) y de terceros más potentes (algunos europeos). En el primer el caso la imputación mexicana sobre un golpe de estado contra Castrillo fue insalvable. Y en el segundo, la participación en foros de variada discusión política y promoción económica se convirtió en presentaciones defensivas de la calidad del gobierno (como en Davos).
Asimismo, el deterioro interno que impide realizar reformas para salvar esa erosión complica el acceso a escenarios de primera importancia. Éste es el caso de la OCDE cuya atención ha sido inercial compensada por la evaluación burocrática de ese procedimiento.
De otro lado, no obstante el mérito de los esfuerzos gremiales por atraer inversiones occidentales, el resultado es moroso en tanto la atracción de los proyectos presentados es balanceada por las condiciones internas y el riesgo que genera el país al margen de la buena imagen de los participantes en esos eventos.
En un contexto en que la inversión se dirige a los centros tecnológicos y el comercio internacional no depone incertidumbres (FMI) la infertilidad de la acción externa en circunstancias de permanente deterioro interno pueden terminar favoreciendo a un eventual populista, a su alternativa autoritaria o al mejor postor externo. Esto no debe pasar. Lampadia