Comentario Lampadia
El Comercio le ha dedicado días atrás dos editoriales a la calidad de los servicios públicos. No es un tema menor. Todo lo contrario. Está demás decir que el 80% de la ciudadanía muestra una alta insatisfacción hacia ellos. Eso es pésimo, pues impide a la gente sentirse identificada con las instituciones y, por su puesto con la democracia. Y esta insatisfacción se expresaría, entre otras cosas, en el pago de impuestos. En sus declaraciones sobre nuestra informalidad tributaria, el ministro Castilla puso el dedo en la llaga: “Si seguimos ofreciendo servicios de mala calidad en educación, en pistas con huecos, etc., es un disuasivo al pago de impuestos”. Es urgente, pues que se empiece a trabajar conscientemente en este tema. Una solución serían las Asociaciones Público Privadas, una forma de acortar nuestras brechas en infraestructuras y servicios de una forma eficiente y con estándares de calidad. Lampadia
Artículos:
¿Pagos por gusto?
Editorial
(El Comercio, 17 de mayo de 2014)
Esta semana el ministro Castilla aprovechó el foro organizado por la revista “The Economist” sobre nuestro país para hacer algunas declaraciones muy sensatas respecto a nuestra informalidad tributaria. Así, implicó que el Estado no podía exigir que hubiera en el Perú una mayor formalidad considerando la actual carga tributaria que tienen que enfrentar las empresas pequeñas (que, como se sabe, son en muchos sentidos las protagonistas de nuestra economía). Y dijo también que había una relación entre la motivación de las personas para pagar impuestos y la calidad de los servicios que el Estado les da a cambio de esos impuestos. En esta relación, el Estado Peruano, según reconoció el ministro, vendría incumpliendo con sus contribuyentes: “Si seguimos ofreciendo servicios de mala calidad en educación, en pistas con huecos, etc., es un disuasivo al pago de impuestos”.
Vale la pena detenerse en este último punto, tan pocas veces considerado en el país. Porque, efectivamente, nuestro Estado está muy “al debe” frente a quienes pagan nuestros tributos (tributos que, si se toman en cuenta todos los criterios por los que nuestros contribuyentes están obligados a transferir recursos periódicamente al fisco, equivalen anualmente a casi un cuarto de nuestro PBI). Dicho de otra forma: si los impuestos se dan sobre la base de una especie de contrato implícito por el cual el Estado cobra a cambio de dar determinados servicios, esa minoría que cumple sus obligaciones tributarias en el Perú –el llamado sector formal– está siendo sistemáticamente no correspondida por su contraparte.
En efecto, solo en los diez años que van desde el 2003 hasta el 2013 el presupuesto estatal (es decir, la cantidad de recursos de los que el Estado dispone para cumplir sus funciones) se multiplicó por tres (pasando de S/.44.000 millones a S/.133.000 millones). Sin embargo, no podemos decir que hayan mejorado en al menos parecida proporción los más esenciales de los servicios públicos que este Estado presta. De hecho, en muchos casos es difícil establecer si ha habido alguna mejora del todo.
Consideremos, por ejemplo, el caso del sector Educación. A comienzos del período mencionado su presupuesto era de S/.3.848 millones. Para el 2013, se había más que doblado, convirtiéndose en S/.9.483 millones. Sin embargo, a la fecha nuestro sistema educativo continúa en un nivel que lo hace disputarse los últimos puestos de la prueba de PISA en todas las categorías que esta evalúa.
El caso de nuestro servicio de seguridad, por su parte, parece haber sido incluso peor. El presupuesto del sector Interior en el 2003 era de S/.2.855 millones. Al llegar el 2013 se había casi duplicado, hasta alcanzar los S/.5.269 millones. Sin embargo, de acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, para el 2013 el Perú ya tenía la tasa más alta de victimización de todo el subcontinente.
La situación de la justicia, por nombrar un último ejemplo, ha seguido un camino similar.
Solo entre el 2007 al 2011 el presupuesto de nuestro Poder Judicial se multiplicó por dos, sin que se lograse ninguna mejora especial en su atención y confiabilidad. De hecho, entre esos mismos años el Perú cayó del puesto 95 al 115 (de 185) países en la categoría “capacidad para hacer cumplir los contratos” del ránking del Doing Business del Banco Mundial (categoría que se elabora en base a los tiempos y costos de los procesos judiciales). Y el 2012, justo un año después de que terminase esta duplicación de presupuesto, la institución fue considerada la más corrupta del país por los ciudadanos consultados en la Encuesta Nacional de Percepciones y Corrupción de Ipsos.
Los servicios que da el Estado tienen que ser, dijo el ministro Castilla, “la retribución” de sus contribuyentes. Sin embargo, lo que venimos teniendo en el Perú es una situación de pagos que se multiplican incesantemente mientras sus “retribuciones” permanecen iguales –es decir, igualmente malas–. Si una de sus partes no fuese el Estado, se diría que esa relación de tributos sin retribuciones viene siendo una estafa para la otra.
El cliente no tiene la razón
Editorial
(El Comercio, 19 de mayo de 2014)
Deben usarse más asociaciones público-privadas para mejorar los servicios estatales
Solo uno de cada cinco ciudadanos se encuentra satisfecho con los servicios que le brinda el Estado, según la encuesta de El Comercio-Ipsos que publicamos ayer. Ahora, por supuesto, estas cifras no sorprenden a nadie. Si uno quiere darse una idea de cómo se siente la mayoría de peruanos frente a los servicios que recibe de quien los obliga a pagar impuestos, basta ver cómo han aumentado muchos crímenes, el deshonroso puesto en el que salimos en las evaluaciones internacionales de enseñanza, las colas en hospitales públicos o la baja cobertura de las empresas de saneamiento.
Quizá una de las cosas más indignantes de toda esta situación es que el Estado es la única institución que puede defraudar al 80% de las personas que atiende y no quebrar. Cualquier institución privada que fracasase así se vería forzada, irremediablemente, a cerrar. Pero cuando se trata de servicios estatales, a diferencia de lo que reza el conocido dicho aplicable a los negocios, el cliente no tiene la razón: la burocracia tiene el enorme privilegio de poder condenarnos a seguir cobrándonos a cambio de servicios paupérrimos sin que nosotros podamos hacer nada al respecto.
Esta característica del Estado es la que explica por qué falla tan estrepitosamente en satisfacer a sus ciudadanos. ¿Cómo cree, por poner un caso, que funcionaría un restaurante que le pudiese cobrar lo que quisiera por sus servicios independientemente de si lo atiende bien o de si le sirve buena comida? Evidentemente, no tendría muchos incentivos para tratarlo como usted se merece. Pues ese es el principal problema de las entidades públicas.
Si queremos mejorar la calidad de los servicios estatales, debemos encontrar maneras de que las remuneraciones de quienes los prestan dependan de que hagan un buen trabajo. Y las asociaciones público-privadas (APP) sirven precisamente para esto, pues permiten que un privado sea contratado para brindar un servicio público y que pierda el contrato o parte de su utilidad si no cumple con los estándares preestablecidos.
Algunos ministros, afortunadamente, parecen ser conscientes de esta situación. El ministro Jaime Saavedra, por ejemplo, ha planteado que el desarrollo de la infraestructura educativa (cuya brecha alcanza los 56 mil millones de soles) se ejecute vía APP. Por su lado, la ministra Midori de Habich ha iniciado un plan que tiene como objetivo tercerizar en privados servicios como las labores administrativas del Instituto Nacional de Salud del Niño, el manejo de residuos sólidos de los hospitales de Lima, la gestión del Banco Nacional de Sangre de Cordón Umbilical y la atención de especialistas en las regiones. Asimismo, la semana pasada el ministro Milton von Hesse declaró que las entidades prestadoras de servicios de saneamiento (EPS) funcionan “bajo un modelo que ha fracasado desde hace 20 años” y “es hora de avanzar hacia un modelo superior […] y formar alianzas con el sector privado”. Y, en lo que toca a otra infraestructura (principalmente de transportes), en los últimos meses Pro-Inversión ha adjudicado concesiones por un monto de US$11.799 millones.
Ahora, si bien celebramos estas importantes iniciativas del gobierno para mejorar sus servicios, no entendemos por qué tanta timidez al aplicar el remedio. En educación, por ejemplo, las APP también podrían utilizarse para entregar a privados la gestión de escuelas públicas. En salud, podrían ser empleadas para tercerizar servicios médicos (y no solo los administrativos). En saneamiento, las EPS podrían ser absolutamente concesionadas o privatizadas, haciéndolas funcionar como las empresas de telecomunicaciones o electricidad que bailan con su propio pañuelo, tratan con un regulador y asumen todas las consecuencias de su buen o mal trato a los consumidores. En transportes aún hay mucho más por concesionar para cerrar la brecha de US$88.000 millones. Y como en seguridad no hay nada hecho en este terreno, las posibilidades de avance son miles.
Las únicas razones para no profundizar estas más iniciativas son ideológicas o populistas. Y, de una buena vez, el gobierno debe abandonarlas. Sus clientes –los ciudadanos– debemos sentir que siempre tenemos la razón.