Entrevista a Martín Wolf
El Comercio, 30 de noviembre del 2025
Luis Davelouis Lengua
Martin Wolf advierte que el avance del populismo autoritario y la erosión de la verdad están quebrando el equilibrio entre democracia y capitalismo, y que el gran reto será reconstruir un consenso que sostenga instituciones sólidas.
En esta conversación, el periodista y economista Martin Wolf reflexiona sobre las tensiones que atraviesan las democracias actuales: el avance de liderazgos autoritarios, la pérdida de confianza en la información pública y el deterioro del equilibrio entre poder político y democrático. A partir de su análisis, advierte que la estabilidad del capitalismo democrático depende de reconstruir un consenso social en torno a la verdad y las instituciones.
— En su análisis aparece un fenómeno que usted subraya con mucha fuerza: gobiernos que, aun elegidos, derivan en estilos cada vez más arbitrarios. ¿Qué rasgos comunes encuentra en estos populismos autoritarios?
Lo que vemos –en Turquía, en la India y en buena parte de América Latina– es un patrón recurrente. Los líderes populistas tienden a gobernar distribuyendo favores: a las Fuerzas Armadas, a ciertos empresarios alineados con el régimen, o directamente a familiares del gobernante. Es una lógica casi monárquica, en la que el poder se ejerce premiando a los aliados y castigando a los adversarios.
Ese funcionamiento destruye instituciones claves. El sistema legal deja de ser un límite; se subvierten autoridades tributarias; el Ejército se convierte en un instrumento personal; y el banco central termina financiando caprichos políticos. Nada de esto es compatible con un mercado competitivo. Y la evidencia empírica es contundente: las autocracias populistas terminan generando decadencia económica, imprevisibilidad y, eventualmente, colapso. Venezuela es un caso extremo, pero no el único.
—Tras el fin de la Guerra Fría, muchas democracias emergentes no cumplieron con las expectativas que generó su aparición. ¿Qué falló en esas transiciones?
La transición democrática de los noventa ocurrió en terrenos muy difíciles: economías débiles, instituciones precarias, niveles altos de corrupción. Lo esperable –y comprensible– es que muchos ciudadanos se sintieran defraudados por gobiernos que, objetivamente, no pudieron ofrecer estabilidad, servicios públicos confiables ni crecimiento sostenido.
A ello se sumó otro factor: la percepción de que modelos autoritarios, especialmente en Asia Oriental, ofrecían resultados económicos superiores. China proyectó la idea de que la autocracia podía “funcionar mejor”. Cuando eso ocurrió al mismo tiempo que Occidente empezaba a mostrar signos de fatiga democrática –incluido Estados Unidos–, la confianza global en el modelo liberal retrocedió de manera notable.
— Usted ha escrito que democracia y capitalismo llegaron a un “punto alto” hacia 1990. ¿Qué caracterizó esa etapa para que funcionara tan bien?
Fue un período único. La combinación de democracia, Estado de derecho y economía de mercado produjo los mejores resultados económicos globales de la historia moderna, especialmente entre 1950 y finales de los ochenta. Era evidente que el mundo soviético no podía competir con esa capacidad de generar prosperidad y libertad.
El derrumbe del bloque comunista confirmó que la planificación centralizada era inferior en desempeño. Millones de personas querían salir de los regímenes autoritarios hacia sociedades más abiertas. Esa legitimidad –basada en resultados– sostuvo el equilibrio entre democracia y capitalismo durante décadas.
— Pero ese equilibrio es frágil. Usted sostiene que ambos sistemas se necesitan y buscan dominarse mutuamente, ¿cómo funciona esa paradoja?
La democracia limita el poder económico de los oligarcas y permite que los ciudadanos corrijan gobiernos fallidos sin violencia. El capitalismo, por su parte, ofrece dinamismo, oportunidades y una alternativa real a los abusos del Estado.
Cada uno contiene los excesos del otro. Por eso, cuando los capitalistas capturan la política o cuando los gobiernos buscan controlar la economía por completo, la simbiosis se rompe. Y cuando se rompe, ninguno de los dos sistemas funciona bien.
El riesgo es permanente: capitalistas que intentan reducir los controles democráticos; demócratas que, frustrados, quieren intervenir demasiado. El equilibrio exige instituciones fuertes y un entendimiento social profundo de por qué esta combinación ha sido históricamente superior a cualquier alternativa.
— Usted describe la pérdida de confianza en la información pública. ¿Por qué considera que es un peligro estructural?
Porque la confianza solo puede sostenerse si está basada en la verdad. La novedad tecnológica de nuestro tiempo –la comunicación directa, inmediata y sin intermediarios– ha eliminado a los antiguos “guardianes” de la información. Eso democratiza las voces, pero al mismo tiempo abre una puerta gigantesca para la desinformación.
Cuando la gente no puede distinguir lo verdadero de lo falso, el terreno se vuelve propicio para el caos político. Si las mentiras son lo suficientemente atractivas o malévolas, pueden convertirse en la base de movimientos enteros. Y si se confía en mentiras, cualquier institución –incluida la democracia– puede volverse ingobernable.
[Wolf recuerda una frase atribuida a G.K. Chesterton: cuando las personas dejan de creer en la verdad, no pasan a no creer en nada; pasan a creer en cualquier cosa. Ese “cualquier cosa” suele encarnarse en líderes carismáticos con promesas absolutas. Esa es la ruta histórica hacia el despotismo].
— ¿Qué papel le asigna al sector privado en este contexto?
Un papel central. Las empresas –sobre todo las vinculadas al ecosistema de comunicación y tecnología– influyen directamente en qué tipo de información circula, qué mensajes se amplifican y qué narrativas se consolidan. Si su actividad política y económica se utiliza para explotar la ignorancia o fortalecer mentiras, el sistema que las sostiene terminará destruyéndose.
Además, grandes fortunas y actores con poder económico tienen un impacto enorme en la política. Pueden usar sus recursos para fortalecer o para corromper el proceso democrático. Wolf lo expresa con claridad: si usan el dinero para distorsionar la información o para capturar la política, terminan generando las condiciones que llevan al colapso del propio capitalismo.
[En esa línea, Wolf subraya que separar el poder económico del poder político –a través de reglas claras, transparencia y límites al dinero privado en política– es indispensable para que el equilibrio democrático-capitalista sobreviva].
— Usted ha señalado que una parte del problema es generacional: quienes no han vivido una dictadura subestiman los riesgos. ¿Por qué es tan importante la memoria histórica?
Porque la comprensión del valor de la democracia no es automática: se aprende, se experimenta, se transmite. En Europa, entre 1950 y 1960, casi todos habían sufrido directamente los efectos del fascismo y del nazismo. El consenso democrático era intenso y emocional.
Hoy esa memoria prácticamente ha desaparecido. Quienes vivieron esos años han muerto, y las nuevas generaciones solo conocen la democracia como un dato de la realidad, no como un logro frágil y reversible. Esa pérdida de memoria —dice Wolf— es uno de los factores que explican la facilidad con la que ideas autoritarias vuelven a ganar terreno.
— Para cerrar: si tuviera que identificar la gran pregunta que definirá el futuro del capitalismo democrático, ¿cuál sería?
La pregunta central es si seremos capaces de reconstruir un consenso sobre la importancia de la verdad, de las instituciones y de los compromisos que hacen posible la convivencia democrática. Sin esa comprensión –que es cultural y cívica, no solo económica–, ninguna regla ni reforma bastará.
[Wolf insiste en que las sociedades solo pueden proteger sus sistemas cuando entienden, de manera profunda, cuánto pueden perder si permiten que se erosione ese equilibrio. Reconstruir esa comprensión colectiva es, para él, el desafío decisivo de nuestra era].






