David Tuesta
Gestión, 25 de noviembre del 2025
Medio ambiente y actividad económica no son enemigos. Las externalidades deben gestionarse con regulación eficiente, derechos de uso, estándares tecnológicos y monitoreo.
«La historia económica es clara: cuando los países no ofrecen reglas claras y proporcionales, la inversión formal se retrae y la ilegalidad toma su lugar»
En economía, los países no colapsan por falta de recursos, sino por su incapacidad para gestionar trade-offs. El desarrollo exige conciliar objetivos en tensión: crecimiento, sostenibilidad, eficiencia dinámica, productividad y equidad intergeneracional.
La teoría económica moderna es clara: los extremos destruyen bienestar. Ni el extractivismo irrestricto ni el conservacionismo absoluto maximizan valor; ambos fallan en internalizar externalidades y en aprovechar oportunidades productivas que elevan empleo, ingresos fiscales y capacidades tecnológicas.
Medio ambiente y actividad económica no son enemigos. Las externalidades deben gestionarse con regulación eficiente, derechos de uso, estándares tecnológicos y monitoreo. El diseño óptimo no prohíbe de plano: calibra y ajusta según evidencia. Esa es la base de la sostenibilidad moderna: compatibilidad, no exclusión. Países líderes protegieron ecosistemas mientras construían infraestructura y sectores competitivos.
Tres conceptos muestran por qué las prohibiciones absolutas son un error. La eficiencia dinámica exige maximizar bienestar en el tiempo: se debe proteger ecosistemas, pero también atraer inversión y generar empleo formal. La proporcionalidad regulatoria recuerda que las decisiones públicas deben minimizar costos sociales totales. Un veto puede parecer protector, pero daña más si empuja actividades a la informalidad o reduce recaudación. La gobernanza basada en evidencia es esencial: cuando los criterios técnicos se sustituyen por posiciones ideológicas, la regulación pierde credibilidad y se generan incentivos disfuncionales.
Aquí entra la competitividad. Países competitivos movilizan inversión, gestionan riesgos regulatorios y proveen reglas estables. Cuando se transmiten señales de prohibición absoluta, incertidumbre jurídica o captura ideológica, la inversión se retrae y la economía pierde tracción. La competitividad exige regulaciones exigentes, pero predecibles, sin arbitrariedad ni vetos totales.
En el Perú avanza una visión maximalista que confunde conservación con prohibición. En vez de regulación fina, zonificación técnica y evaluaciones costo-beneficio, se impulsa un enfoque uniforme que pretende vetar actividades independientemente de tecnología, evidencia científica o impacto marginal. Eso es incompatible con cualquier agenda seria de competitividad: ningún país que aspire a mejorar productividad y empleo formal puede sostenerse sobre el «todo o nada».
Este maximalismo se alimenta de incentivos externos que premian posiciones rígidas. Cuando el financiamiento internacional prioriza agendas absolutas, se induce un activismo que convierte cualquier actividad económica en sospecha. La evidencia pasa a segundo plano y la autoridad técnica es desplazada por campañas que reducen la realidad a un binario simplista: actividad económica igual a depredación.
Paradójicamente, esto termina dañando la sostenibilidad real, al empujar actividad formal regulada hacia la informalidad, donde el daño ambiental sí se dispara.
La pesca ofrece un ejemplo revelador. El marco legal peruano distingue zonas de uso directo e indirecto, reconoce derechos preexistentes, exige evaluaciones científicas y asigna a la autoridad técnica la tarea de definir dónde y cómo puede realizarse la actividad. Este modelo sigue principios adoptados globalmente: manejo adaptativo, monitoreo constante y regulación basada en evidencia. Sin embargo, ha prosperado la idea de que cualquier actividad pesquera de mayor escala en un área natural protegida debe prohibirse automáticamente. Es un enfoque uniforme que ignora profundidades, especies, tecnologías y la propia ciencia que demuestra que en muchos casos no existe superposición ecológica relevante. En términos de competitividad, esto equivale a elevar el riesgo regulatorio sin ninguna ganancia ambiental demostrable.
En este contexto, llama particularmente la atención que temas vinculados a esta actividad hayan escalado a procesos judiciales de alto nivel. No porque el Poder Judicial esté llamado a pronunciarse sobre política económica —no lo está— sino porque, como ocurre en cualquier país, las decisiones judiciales pueden influir en cómo las instituciones interpretan los equilibrios entre regulación ambiental y actividad productiva. Es un recordatorio de que el país debe discutir seriamente cuál es el marco conceptual que quiere para gestionar sus recursos y su competitividad futura.
Lo que está en debate no es un litigio puntual. Es la posibilidad de que se consolide un precedente —en el terreno conceptual y regulatorio- que termine afectando sectores completos: minería, infraestructura, agroindustria, y prácticamente cualquier proyecto sujeto a criterios técnicos. El impacto sobre la competitividad sería enorme: más incertidumbre, menos inversión, menor productividad y expansión de la informalidad.
La historia económica es clara: cuando los países no ofrecen reglas claras y proporcionales, la inversión formal se retrae y la ilegalidad toma su lugar.
El Perú necesita proteger sus recursos naturales, pero también necesita crecer, atraer inversión, modernizar infraestructura y generar empleo formal. Necesita conservar e invertir. La pregunta nunca fue elegir entre medio ambiente y desarrollo, sino diseñar instituciones capaces de armonizar ambos objetivos. La verdadera sostenibilidad —y la verdadera competitividad— no se construyen destruyendo sectores, sino regulándolos con inteligencia. No se logran con prohibiciones totales, sino con ciencia, tecnología y monitoreo. No se alcanzan con el «todo o nada», sino con el equilibrio. Ese equilibrio – económico, ambiental e institucional— es precisamente el que hoy necesitamos recuperar.






