Roberto Lerner
Perú21, 15 de noviembre del 2025
«El aprendiz de brujo es exactamente lo contrario: una historia del drama formativo, donde aprender es peligroso. Donde el anhelo de apropiarse antes de tiempo de un poder ajeno tiene un precio. Donde el maestro no puede evitar que el aprendiz se estrelle, porque sin ese riesgo no hay verdadero crecimiento. La escena enseña algo que nuestra cultura audiovisual parece haber olvidado».
El profesor Tarazona, con su voz de barítono, sentenció: “Quienes no vayan a verla, tendrán 05 en la libreta”. Y así fue como mi madre nos llevó —a mi hermano y a mí— al cine Canout. Walt Disney, sí, pero no era una matiné cualquiera: era música, imágenes que desbordaban, algo entre lo onírico y lo inquietante. A pesar de no ser una persona muy musical, pocas experiencias me han quedado tan grabadas. Especialmente la secuencia donde Mickey, aprendiz impaciente, intenta dominar un poder que no entiende y termina desatando un caos monumental. Esa parte —lo recuerdo con nitidez— me golpeó como una lección física, no moral: el poder sin dominio interior no libera, arrasa.
Leyendo un análisis reciente sobre Fantasía —la película del párrafo anterior, que vi 20 años después de su estreno—, me sorprende una tesis provocadora: Disney no haría hoy esa película. No por falta de técnica, sino por exceso de corrección. En 1940, un ratón podía equivocarse, desobedecer, perder el control, casi destruir el mundo. Hoy, en cambio, vivimos bajo un ecosistema narrativo donde los personajes —especialmente los “modelos” para la niñez— casi nunca fallan de verdad. Si se equivocan, es sin consecuencias duras; si dudan, no se nota; si pierden, es apenas por unos minutos editados con brújula moral infalible.
“El aprendiz de brujo” es exactamente lo contrario: una historia del drama formativo, donde aprender es peligroso. Donde el anhelo de apropiarse antes de tiempo de un poder ajeno tiene un precio. Donde el maestro no puede evitar que el aprendiz se estrelle, porque sin ese riesgo no hay verdadero crecimiento. La escena enseña algo que nuestra cultura audiovisual parece haber olvidado: el autocontrol es el aprendizaje emocionalmente más costoso.
Las sagas contemporáneas —Marvel es el ejemplo obvio— prefieren superhéroes que obtienen poderes como quien recibe un paquete por delivery: instantáneos, sin aprendizaje, sin heridas. Todo lo que amenaza su éxito proviene de afuera. La lucha interna —esa que hace a un ser humano— ha sido suavizada hasta desaparecer. En cambio, Fantasía mostraba que crecer es un incendio controlado: se aprende quemándose un poco, fallando con ruido, sintiendo que el agua —como en la secuencia de Mickey— sube demasiado rápido, que la madurez comienza cuando uno entiende que puede hacer daño. Y que el maestro no protege al aprendiz eliminando el riesgo, sino acompañándolo a atravesarlo.
Quizá por eso Fantasía nos sigue conmoviendo. Porque muestra algo que necesitamos volver a decir sin miedo: crecer implica aceptar la posibilidad del error, la tentación del atajo y el peso de las consecuencias. En esa osadía reside su vigencia. Y en su ausencia, parte de nuestra ceguera actual.






