Cuando el ex primer ministro inglés Harold Wilson señaló que “una semana es mucho tiempo en política”, no podía estar más en lo cierto. Los vientos comenzaban a ser favorables para el gobierno de Michelle Bachelet en este 2015, pero en una semana todo cambió. El mal llamado ‘Nueragate’ removió todos los ejes y ayer terminó al menos su primera etapa.
El intento inicial de encapsular el negocio millonario de Caval en la nuera de Bachelet cayó por su propio peso. El comunicado de una noche de domingo de febrero, con membrete del Banco de Chile, confirmó lo obvio: este era el negocio del hijo de la presidenta a nombre de su cónyuge. Seguir defendiendo a Dávalos ya no era posible y la cuerda duró solo hasta ayer. Pero el problema tiene múltiples aristas que siguen vigentes.
La primera es el crédito entregado. ¿Por qué un banco entregó un crédito sin las garantías habituales a una empresa que es poco más que un papel? ¿Por qué se juntó el dueño directamente con los involucrados? La respuesta parece obvia: el banco buscaba ganar “algo más” que los intereses cobrados.
La segunda arista es más relevante. ¿Qué hacía el hijo de la presidenta realizando negocios desde La Moneda? ¿Podía ser privado un negocio que se estaba haciendo desde La Moneda? ¿Podía ser privado un negocio en el que la rentabilidad dependía exclusivamente de la decisión de las autoridades políticas, muchas de las cuales dependen del propio Gobierno?
Los datos conocidos hasta ahora dan cuenta de un libreto con acento argentino. Es posible que estrictamente hablando no haya nada ilegal, pero los hechos no tienen presentación alguna.
La tercera arista es quizá la más profunda. Bachelet ha emprendido una verdadera cruzada contra el lucro. En el pasado lo hizo también contra la codicia de los empresarios. Pues bien, la actitud de Dávalos reflejó precisamente eso: codicia y lucro. No se trató de un emprendimiento. Se trató simplemente de una “pasada”. Un gobierno que se ha erigido como el adalid de un nuevo modelo de sociedad, donde existe un estándar ético superior, ha recibido un balde de realidad de uno de los suyos.
Una última arista del Caso Dávalos es más bien sociológica. En Chile nos hemos tratado de convencer de que la corrupción es cosa de algunos marginales del sistema. Pues bien, desde La Polar en adelante nos hemos dado cuenta de que la corrupción forma parte de la sociedad chilena. Es posible que el grado sea menor que en otros países (aunque ni siquiera tenemos certeza de ello), pero seguir convenciéndonos de “la probidad del chileno” parece, a estas alturas, propio de ilusos.
La permanencia de Sebastián Dávalos en La Moneda terminó. Con una declaración cargada de lugares comunes señaló que daba un paso al costado, “pues se me ha criticado abiertamente por trabajar en el sector público y, además, por trabajar en el sector privado”. Claramente, el hijo de la presidenta no entendió nada o no quiso entender.
Quizá hubiera sido mejor, simplemente, citar la frase de Simón Bolívar (tan usado por la izquierda latinoamericanista), quien hace ya 200 años señaló: “Los empleos públicos pertenecen al Estado; no son patrimonio de particulares. Ninguno que no tenga probidad, aptitudes y merecimientos es digno de ellos”.