Moisés Naím y Francisco Toro
El Comercio, 09 de julio de 2016
Hasta hace poco, el régimen que fundó Hugo Chávez era objeto de admirada fascinación para los progresistas del mundo entero. Viajar a Venezuela a ver los logros de la revolución bolivariana se hizo parte de la agenda de una buena cantidad de activistas altermundialistas. La Venezuela de Chávez era celebrada.
Eso se acabó. La calamidad no se celebra. Y culpar de la catástrofe venezolana a Estados Unidos, las élites o la caída de los precios del petróleo solo convence a un menguante grupo de ingenuos –o fanáticos–. El régimen chavista ha perdido su máscara.
¿Por qué tardó tanto el mundo en enterarse? Porque Chávez innovó un nuevo modo de actuar en política en el siglo XXI conjugando un simulacro de democracia con poder ilimitado y un ‘boom’ petrolero.
El primer ingrediente fue la manipulación del sistema electoral. Chávez rápidamente entendió la importancia de no aparecer ante el mundo como un militar más que gobierna autocráticamente. Mientras hubiese elecciones, él era un demócrata. A pocos fuera de Venezuela parecía interesarles los aburridos detalles acerca de listas de electores falseadas, el ventajismo descarado, el uso masivo del dinero del Estado para comprar votos o discriminar a la oposición o el hecho de que los árbitros electorales fuesen activistas del partido de gobierno.
Fue así como Chávez se volvió un maestro en el paradójico arte de destruir la democracia a punta de elecciones.
Los venezolanos han votado 19 veces desde 1999 y el chavismo ha ganado 17 veces. Y después de cada elección, la Constitución era violada un poco más, los tribunales y organismos de control más cooptados, los contrapesos institucionales más debilitados y las libertades más coartadas. El mundo no dijo nada.
El torrente de petrodólares durante la larga bonanza petrolera del 2003-2014 fue amplificado por un masivo endeudamiento que hoy llega a US$185 de impagables millardos. El dinero se usó con dos propósitos: subsidiar el consumo de las clases populares y la corrupción de la oligarquía chavista. Mientras tanto, la economía real caía en picada.
Un pueblo desesperado
Al caer su popularidad, el gobierno tuvo que cambiar de truco: tolerar derrotas electorales pero inmediatamente quitar recursos y autoridad a las instituciones cuyo control perdía.
Cuando Caracas eligió a un alcalde de oposición, Chávez primero le retiró sus principales competencias y Maduro terminó encarcelándolo. Cuando los votantes le dieron el control de la Asamblea Nacional a la oposición, el Tribunal Supremo, abarrotado de chavistas, bloqueó cada uno de sus actos. El compromiso del gobierno con la democracia duró exactamente lo que duró su mayoría electoral.
Algo parecido ocurrió con los medios de comunicación. Chávez entendió que cerrar medios independientes dañaría su reputación internacional. Así que acudió a testaferros para comprar estos medios y garantizar su sumisión.
La retórica chavista de solidaridad con los pobres también resultó ser fraudulenta. Los discursos de amor a los pobres encubrían el saqueo del país por parte de Cuba, de la inconmensurable corrupción de los militares y de los amigos y familiares del régimen. Un revelador ejemplo son los US$100 millardos en ingresos petroleros depositados en el Fondo de Desarrollo Nacional que desaparecieron; el gobierno jamás rindió cuentas.
Al tiempo que las protestas de gente desesperada por el hambre son reprimidas con inusitada violencia, líderes chavistas aparecen ebrios en redes sociales encallando sus lujosos yates. Mientras niños recién nacidos mueren por la carencia de medicinas, el Tribunal Supremo leal al gobierno censura a la asamblea por haber solicitado asistencia humanitaria internacional.
El régimen también está profundamente implicado en el narcotráfico. Las agencias antidrogas tienen a decenas de autoridades del alto gobierno venezolano en sus listas de capos de redes de traficantes. A finales del año pasado, una operación en Haití grabó a dos sobrinos de la primera dama ofreciendo vender cientos de kilos de cocaína a “compradores” que resultaron ser agentes de la DEA. Los sobrinos están tras las rejas en Nueva York, esperando su juicio. Su tía, la esposa del presidente, ha acusado a Estados Unidos de haberlos secuestrado.
Últimamente, la comunidad internacional reitera su preocupación por Venezuela, pero estas declaraciones no han tenido consecuencias. Lo mínimo que podemos hacer para honrar la memoria de los miles de venezolanos asesinados y los millones hambreados es hablar claro: la fachada democrática del chavismo se ha derrumbado; la cruel dictadura que solía esconderse tras ella está al descubierto. La izquierda progresista del mundo no puede seguir callada ante la tragedia de Venezuela. La ideología no puede seguir justificando el silencio.
Lampadia