Wilson Hernández Breña, Investigador de la Universidad de Lima
El Comercio, 18 de diciembre de 2015
Hace dos décadas, el académico inglés Anthony Bottoms creó el concepto de populismo punitivo. Lo definió como el endurecimiento de las políticas públicas contra el crimen como respuesta a una opinión pública que reclama más represión.
El Perú no ha sido ajeno al populismo punitivo. Lo observamos casi a diario en propuestas para aumentar penas, instaurar la pena de muerte, entregar armas letales y no letales a serenazgos, entre otras como declarar estados de emergencia.
El populismo punitivo se instala fácil en el debate político, pero se va con dificultad. Genera empatía inmediata con buena parte de la población y oscurece propuestas más inteligentes y menos emocionales. En El Salvador conocen muy bien de esto. En la década de 1990, cuando su plan Mano Dura fracasó, lo reemplazaron por otro (Súper Mano Dura), de igual suerte.
Reconozcamos que el estado de emergencia permite parcialmente recuperar el orden. Varios estudios confirman que ver más policías en las calles aumenta la sensación de seguridad, pero verlos con frecuencia genera lo contrario (“si hay tantos, es porque algo habrá pasado”). Otra de sus ventajas es que aumenta la probabilidad de detener posibles delincuentes. De hecho, es así como se viene mostrando su éxito parcial en el Callao. Además, obliga a que la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial actúen coordinadamente.
Pero todas estas ventajas son temporales y ahí nacen muchas de sus debilidades. Si bien el estado de emergencia aumenta la probabilidad de que un delincuente sea detenido, este mismo sabe que ese mayor riesgo es temporal. ¿Cómo reacciona? Muda sus operaciones de distrito o bien se repliega por un tiempo en labores lícitas (según Ciudad Nuestra, el 87% de sentenciados trabajaba el mes anterior a su detención).
Por otro lado, fruto de las operaciones que se realizan en un estado de emergencia, hay una mayor “producción” de detenidos pero no necesariamente de más condenados (judicialmente). Los juzgados de flagrancia contribuyen, mas no solucionan el problema. En cualquier caso, la capacidad de los fiscales de investigar y de los jueces de condenar sigue siendo la misma. Sumemos a ello que, según el Ministerio de Justicia, un 65% de las denuncias penales son archivadas. En suma, más allá del corto plazo, la percepción de impunidad no variará.
¿Qué hacer? Diferenciemos la delincuencia común (en caída, según el INEI) de la delincuencia más organizada (en aumento, según la policía). Realicemos más megaoperaciones policiales, pero sin fecharlas en el calendario para evitar alertar a los delincuentes sobre el cuándo, dónde y cuánto tiempo durarán. Hagamos que el MEF incorpore al plan de incentivos de gobiernos locales las tareas de inventario y eliminación de zonas de inseguridad. En Inglaterra, la iluminación de calles oscuras redujo en 34% la victimización, sin desplazamiento del crimen a zonas aledañas. Trabajemos con adolescentes. En el mundo abundan experiencias exitosas que con una inversión entre 150 y 1.300 dólares por persona redujeron en forma importante y en el corto plazo reincidencia, conductas antisociales, consumo de drogas y alcohol y otras conductas de riesgo.
Salvo excepciones, no necesitamos más estados de emergencia, sino que del Estado y de quienes quieren liderarlo emerjan ideas más pensadas. Requerimos más inteligencia, no actuar bajo emergencia.