El Perú hoy recibe la sentencia de la corte de La Haya sobre el diferendo marítimo que sostiene con Chile desarrollando una unidad nacional sin precedentes en su historia. Una política de Estado sobre el tema, que se ha mantenido durante tres gobiernos, grafica con claridad el momento. Es como si, de pronto, la idea de una nación flotara en el ambiente a punto de materializarse. Una idea que si bien puede parecer obsoleta en estos tiempos de globalización, donde las fronteras son derribadas por el libre comercio, sirve para entender la privilegiada circunstancia del país.
Durante la independencia, el indígena peruano empuñó la bayoneta para respaldar a los generales realistas ante la estupefacción de los libertadores criollos. En la Guerra del Pacífico, la débil resistencia del país no fue sino la expresión de la división y encono internos. En el siglo XX, ni las guerras con Ecuador ni la delimitación de la frontera norte convocaron un consenso semejante al de hoy. Quizá la lucha contra el terrorismo gestó una reacción común en el país, porque diversos sectores fueron duramente golpeados por el senderismo. Sin embargo, la voluntad de establecer un relato oficial de la historia reciente de la violencia echó por la borda ese momento privilegiado. No obstante, ahora parece que no existe argumento ni fuerza capaz de interrumpir la cohesión inédita del Perú. ¿En dónde reside la diferencia del presente con respecto al pasado?
Quizá el nuevo protagonista sea el mercado. No “el mercado” de la sociedad oligárquica que, en muchas ocasiones, se convertía en una coartada para mantener la exclusión del mundo andino. Se trata del mercado que han construido los millones de migrantes de las últimas décadas y han transformado a las principales ciudades del Perú en pujantes sociedades de propietarios y empresarios. Algo más. No obstante que los partidos y los proyectos intelectuales se desmoronaron, la persistencia de la democracia nos impulsa hacia el cuarto proceso electoral ininterrumpido y, de súbito, se puede sostener que el Perú se ha transformado en una sociedad de millones de ciudadanos con voto y propiedad.
Cuando todos los miembros de una comunidad política acceden a la propiedad y ejercen el voto, la idea de un país, de un Estado y de unas fronteras que pertenecen solo a algunos cede a la convicción de la pertenencia de todos. Y, entonces, el consenso nacional o quizá el concepto de una nación (como se planteó en los siglos XIX y XX) adquieren sentido y, de alguna manera, este sentimiento se representa en el Estado. Hoy, la voluntad de respetar el fallo de La Haya es una prolongación de nuestra práctica democrática. Y el valor que les damos a las inversiones chilenas es la expresión de la masificación del mercado y la propiedad.
La idea de nación es un sable poderoso de doble filo. Cuando se la asocia solo al Estado al margen de la democracia y del mercado, puede desencadenar aberraciones como el nazismo y los nacionalismos tropicales de todo pelaje. Pero cuando la nación y el Estado se convierten en la otra cara de la medalla de la democracia y del mercado, las sociedades humanas pueden organizar arquitecturas increíbles. Si Francia y Alemania, dos enemigos del pasado, se pusieron de acuerdo para crear una nueva Europa, ¿por qué el Perú y Chile no pueden hacer cosas parecidas en Sudamérica?.
Publicado en El Comercio, 27 de enero de 2014