El fallo de la Haya sobre los límites marítimos y el hecho de que el Perú haya cerrado todas sus fronteras de acuerdo al derecho internacional, es quizá la vacuna, la inmunización definitiva del país contra las tercianas nacionalistas. Durante los siglos XIX y XX, los diferendos territoriales no solo nos lanzaron a guerras, sino que se convirtieron en los pretextos ideales para caudillos y aventuras golpistas de guerrera y también de saco y corbata, que pisoteaban los débiles esfuerzos institucionales y mantenían la exclusión del mundo andino. Con el transcurso del tiempo, las consecuencias del fallo de La Haya en la política y en el espacio público se notarán al primer golpe de vista. Por ejemplo, quizá sea imposible que surjan propuestas como el programa primigenio del Partido Nacionalista o las ideas antiimperialistas del aprismo del siglo pasado. Semejantes idearios relativizaban la democracia y el mercado en nombre de la nación y el estado. Fórmulas de ese tipo podrían convertirse en curiosidades de museo, tal como sucedía en las sociedades occidentales antes de la crisis. El debate sobre la explotación de los recursos naturales también debería desarrollarse con otro humor. Barbaridades como dejar el gas de Camisea sin explotar por décadas debido a alucinaciones nacionalistas deberían de ser calificadas de patologías. Y, por el contrario, la posibilidad de venderle gas y energía eléctrica a Chile debería transformarse en un factor de cohesión nacional con el objeto de desarrollar el sur del país.
Las oportunidades de acuerdo político podrían multiplicarse en la medida que las recaídas nacionalistas se tornen remotas. Si la explotación de los recursos naturales y el papel de las empresas están liberados de los prejuicios chauvinistas, entonces, el consenso sobre el modelo económico se afianzará. En fin, la especulación permite el desborde optimista.
No debemos olvidar que, décadas atrás, una borrachera nacionalista hizo que el Perú desembocara en uno de los experimentos soviéticos nasseristas más audaces del entonces Tercer mundo: el velascato. El régimen militar con sus expropiaciones en nombre de “la nación” estatizó la propiedad y la inversión privada y el país se desbarrancó en los abismos. Tampoco debemos ignorar que los regímenes bolivarianos hoy ahogan las libertades políticas y económicas en nombre de “la nación” y en contra del demonio antiimperialista. Es importante, pues, recordar para entender el momento privilegiado del país.
Ahora el Perú crece, derrota la pobreza, la desigualdad y persiste en la democracia. En este contexto cierra sus fronteras y la droga nacionalista de los populismos y autoritarismos latinoamericanos se queda sin espacio luego del fallo de La Haya. Tremendo momento: democracia, crecimiento y paz. A lo largo de la tensa historia entre Perú y Chile siempre hubo halcones y palomas, fuerzas de inclusión y de exclusión, periodos de democracia y de dictadura, pero los proyectos integradores nunca funcionaron. El liberalismo siempre ha sostenido que la mayor fuerza integradora la historia ha sido el libre-comercio. Sucede que es la primera vez que las economías de mercado de Perú y de Chile se han compenetrado de tal manera que es imposible entrever un futuro sin la paz, sin el derecho internacional, sin comprar y vender entre sureños y norteños. ¡Que levante la mano quién no haya comprado en Saga o en Ripley!
Publicado en El Comercio, 10 de febrero de 2014