Por: The Economist
Gestión, 7 de mayo de 2019
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez © The Economist Newspaper Ltd, London, 2019
Pensar en un mundo sin antibióticos sería atroz. Apuntalan buena parte de la medicina moderna y son esenciales para pacientes que reciben quimioterapia, trasplantes de órganos o se someten a cirugías comunes como cesáreas. Por ello es alarmante el incremento de la resistencia a los antimicrobianos, ejemplificado en la propagación del hongo Candida auris —que está aterrorizando hospitales— y en un tipo muy resistente de gonorrea.
Tal resistencia podría matar a 10 millones de personas al año hacia el 2050, cuando en la actualidad son 700,000. La semana pasada, una comisión de la ONU recomendó una acción inmediata y coordinada para evitar una calamidad cuyo costo económico según el Banco Mundial, podría rivalizar con el que generó la crisis financiera del 2008-2009.
No es noticia que el mercado farmacéutico no siempre funciona bien. Por ejemplo, no ha desarrollado muchos tipos de medicinas, incluyendo nuevas vacunas y tratamientos para enfermedades que mayormente afectan a las poblaciones pobres. Pero cuando se trata de antibióticos, la situación es particularmente mala.
Para prevenir que los microbios se hagan resistentes, los nuevos antibióticos tienden a estar reservados para el uso de los médicos como una última línea de defensa, por periodos cortos. Por eso es que sus volúmenes son exiguos. Ello no importaría si sus precios fuesen elevados, pero a diferencia de los nuevos medicamentos contra el cáncer o enfermedades raras, los precios de los antibióticos tienden a ser mantenidos bajos en muchos países, lo que crea pocos incentivos para que las farmacéuticas desarrollen nuevas versiones.
Como resultado, los inversionistas temen que las empresas de antibióticos nuevas se queden sin efectivo y evitan colocar su dinero en ellas. La reciente bancarrota de la firma de biotecnología Achaogen indica que los inversionistas tienen razón en preocuparse. Con respecto a las grandes farmacéuticas, en gran medida se han apartado del rubro.
Los gobiernos y las instituciones benéficas han bregado para estimular la actividad, financiando la investigación de base, subvencionando startups y adquiriendo participación accionaria en ellas, pero ese esfuerzo no ha sido suficiente. Es que llevar un fármaco desde el laboratorio hasta el hospital toma típicamente una década y cuesta alrededor de US$ 1,000 millones. Una opción más extrema sería nacionalizar la producción de antibióticos, pero eso solo ocasionaría que la innovación en el sector privado se contraiga aún más. En vez de eso, el estímulo del desarrollo de nuevos antibióticos requiere que los gobiernos adopten dos ideas. La primera es que el negocio necesita ofrecer la perspectiva de ganancias aceptables.
Es difícil pedirle a la gente que pague más, en tiempos de indignación pública por el elevado costo de las medicinas, desde la insulina hasta los tratamientos para la fibrosis quística. Pero ya existen movidas en esa dirección. En Estados Unidos, el programa social Medicare está pagando más por algunos antibióticos nuevos.
Y en Reino Unido, la agencia gubernamental que reintegra el costo de las medicinas —conocida por su tacañería—, ha aceptado analizar cómo puede ajustar su metodología de valorización para incorporar el beneficio que para la sociedad significa contar con antibióticos nuevos.
La segunda idea es aceptar formas novedosas de generación de ganancias elevadas, distintas de las provenientes de las ventas. Economistas como Jim O’Neill (que invierte en ciencia y tecnología), han recomendado precios de “entrada al mercado” de US$ 1,000 millones o más, que vayan a farmacéuticas que lancen los antibióticos más valiosos. Si ese dinero se recaudase entre países del G20, se podría obtener hasta diez veces más, y haría rentables las inversiones.
Pero la idea más prometedora es que las farmacéuticas cambien la forma en que cobran a gobiernos y aseguradoras, y adopten un modelo como el de Netflix. Así como los suscriptores de este servicio pagan lo mismo cada mes, independientemente de si pasan todo el día viendo programas o no ven nada, los proveedores de servicios de salud pagarían una tarifa plana para acceder a un antibiótico. Ese pago incluiría fármacos nuevos reservados como última línea de defensa.
Y el precio no aumentaría si el medicamento tuviese que ser usado más ampliamente. Puede sonar loco, pero las suscripciones ya están siendo probadas en Estados Unidos para medicinas contra la hepatitis C. El uso de este modelo para los antibióticos puede cuadrar el círculo del dilema que surge al incentivar que las farmacéuticas desarrollen tratamientos que los médicos intentarán utilizar lo menos posible.
Esto no resolverá por sí solo la resistencia a los antimicrobianos. También es necesario reducir el abuso de antibióticos en agricultura y medicina. Y se podría hacer más para mejorar la sanidad y los procesos clínicos, a fin de minimizar el riesgo de contraer infecciones. En suma, cambiar el modelo no es una cura milagrosa, pero es una parte vital para resolver el problema.