Por: Richard Webb
El Comercio, 28 de febrero de 2021
No pasa un día sin que hablemos de la necesidad de proteger nuestra riqueza natural. Quizás es hora de poner la misma atención a la riqueza no natural, en particular a una de las instituciones creadas para mejorar la calidad de la vida colectiva. Me refiero al sistema peruano de microcrédito, una creación propia y sorprendentemente joven, pero que, en su corta vida, ha tenido un demostrable impacto en la reducción de la brecha entre la democracia política y la democracia económica.
Las semillas de nuestro actual sistema de microcrédito fueron sembradas en los años 80. Dos de ellas fueron las cajas municipales y el original MiBanco, pero la turbulencia de esa década postergó su desarrollo hasta los 90. La primera caja municipal fue creada en Piura, inspirada por la tesis de un inteligente y atrevido estudiante universitario, Gabriel Gallo, que luego convenció a su alcalde. El actual MiBanco empezó como ONG, pero llegó quebrado al cierre de esa década, y las cajas municipales se limitaban mayormente al negocio del empeño. El verdadero despegue se produjo en los 90, y el proceso de aprendizaje fue gradual, como el de una cocinera que prueba diversas combinaciones hasta optar por una fórmula final. Entre los bancos, solo el Banco Wiese se aventuró a participar, pero antes tuvo que prepararse culturalmente, enviando grupos de funcionarios en bus a conocer los pueblos jóvenes en los cerros de Lima que nunca habían pisado y a posibles futuros nuevos clientes.
No obstante el inicio exploratorio, las tres décadas de microcrédito en el Perú han dejado huella. Lo más destacable ha sido el crecimiento en el volumen del crédito ahora destinado a microempresarios, un sector que antes difícilmente podía siquiera pisar la oficina de un banquero formal, que se ha multiplicado tanto en el número de quienes acceden a este recurso como en el volumen de financiamiento que estos reciben para apoyar su actividad. Pero el avance no se ha limitado a un mayor volumen; también se ha producido una reducción sustancial en el costo de ese crédito, desde tasas de interés del 80 al 90% en 1995 a niveles del 30 al 40% en la actualidad. Sigue siendo un recurso caro para el pequeño productor, pero el avance es gigante en relación a la alternativa tradicional del crédito informal, con tasas que superan los tres dígitos. Este éxito de creatividad institucional ha sido tan evidente que el Perú fue premiado durante años sucesivos como el país con el mejor sistema de microcrédito en el mundo.
Esta revolución en el acceso al crédito ayuda a explicar la reversión histórica que se viene dando en los ingresos de la mayoría de los peruanos. Desde inicios del milenio, las tendencias de los ingresos personales se han puesto patas arriba, con un aumento de los informales (1,8% anual) mayor al de los formales (-0,2%); de los que viven en la Sierra (3,4%) mayor al de los limeños (1%); y, en el caso solo de Lima, de los informales (1,2%) mayor al de los formales (0%). Las grandes diferencias entre esos diversos grupos no han desaparecido, pero nunca antes las tendencias habían sido tan uniformes a favor de los de abajo.
Lo más importante de esas nuevas tendencias remunerativas es que la menor desigualdad se ha venido logrando, no en base a subsidios ni transferencias, y menos aun a expropiaciones radicales, sino a una mayor productividad, lograda con iniciativa y esfuerzo propio y, en muchos casos, apoyado por recursos prestados; una fórmula que, al final del día, es la única que nos puede asegurar una mayor igualdad duradera.
Lamentablemente, vivimos un momento de alto riesgo para el sistema de microcrédito, en parte por la pandemia y la crisis económica que esta ha suscitado, y en parte por el momento de alta politización electoral. Esperemos que pronto superemos esos riesgos y que las reacciones a los apremios del momento no pongan en peligro la sobrevivencia de un recurso institucional que requerimos para seguir avanzando hacia una democracia económica.