Rafael Belaunde A
Para Lampadia
Según la enciclopedia jurídica vacancia es el tiempo durante el cual queda sin titular una función, sea por defunción, dimisión o destitución, o por la inexistencia o la negativa de la persona llamada a ocupar el cargo. Según el diccionario de la RAE y otros diccionarios jurídicos, vacancia es el cargo sin proveer.
El artículo 113 de nuestra Constitución establece las circunstancias en las que se produce la vacancia.
Para destituir, que es cosa distinta, se requiere cumplir con el artículo 117, el mismo que estipula que el Presidente sólo puede ser acusado durante su periodo, por traición a la patria, por impedir las elecciones, por disolver arbitrariamente el Congreso, y por impedir el funcionamiento del sistema electoral. Luego de encontrársele culpable de alguna de estas causales, el Congreso declara la vacancia.
Vacancia y destitución, pues, son cosas distintas.
No es atribución del Congreso optar a discreción por declarar la muerte, renuncia, incapacidad, o ausencia del Presidente. Se trata de hechos incontrovertibles para ejercer el cargo lo que impele al Congreso a declarar que el cargo ha quedado sin funcionario que lo ocupe.
El desaguisado actual, cuyas consecuencias venimos padeciendo desde hace casi un cuarto de siglo, se engendró el 2000 cuando el Congreso, torpemente, rechazó la renuncia de Fujimori y optó por declararlo incapaz moral permanente.
Dieciocho años más tarde, el fujimorismo amenazó a PPK con lo mismo, por lo que, abrumado, éste decidió renunciar.
Asumió luego Vizcarra, quien en antidemocrático atropello disolvió el Congreso, inventando una supuesta denegación fáctica de la confianza. Para entonces, el respeto a la legalidad se había relajado a tal extremo que el nuevo colegiado no tuvo inconveniente en declarar que él también había vacado.
A los pocos días, el congreso pasó a amenazar a Merino quien, acorralado por un cargamontón no encontró mejor alternativa que renunciar. Así, las interpretaciones semánticas antojadizas, el peso arbitrario de los votos, y la incontinencia de la turbamulta, sustituyeron a la razón y a la legalidad.
Parte de los estropicios descritos no hubieran ocurrido si en la sentencia 778/2020 el Tribunal Constitucional, en vez de “declarar improcedente la demanda” contra el primer intento de vacancia a Vizcarra se hubiera pronunciado sobre el fondo del asunto. Como se recuerda, en esa sentencia el TC optó por “sustraerse de la materia”, es decir, no opinar sobre el fondo del asunto, con el argumento de que, al momento de resolver, la moción de vacancia contra la que se había interpuesto la demanda ya había sido desestimada por el Congreso.
En aquella ocasión, al sustentar su voto en minoría, los magistrados Ledesma y Ramos explicaron que en la Constitución de 1839 se había introducido la “imposibilidad física o moral” con la evidente intención de equiparar, por analogía, la incapacidad física a la incapacidad intelectiva. Alertaron luego respecto a la indeterminación semántica del termino “incapacidad moral permanente” empleado en los textos Constitucionales sucesivos y a su indebida utilización como instrumento de control político o para debatir la posible comisión de delitos.
Es lamentable que en vez de aprovechar la primera legislatura para proceder a reformar la Constitución con el fin de corregir imprecisiones como la de la indeterminación semántica, “incapacidad moral permanente”, o taras como la atribución del Ejecutivo de disolver el Congreso que en épocas de bicameralidad sólo alcanzaba a la cámara de diputados, no al Senado indisoluble; o alternativamente, para restituir el Senado, se optara por la trifulca vocinglera y estéril.
Se hubiera podido también impulsar legislación para reducir el tamaño de las circunscripciones parlamentarias, o para diferenciar en los distritos la elección de alcaldes y regidores, o para elevar a los alcaldes distritales a la categoría de regidores provinciales, y para elevar a éstos últimos al Concejo Regional, el mismo que debería perder facultades ejecutivas a favor de los municipios, fomentando así una mayor participación ciudadana.
El creciente y sostenido descontento popular es, justamente, producto de la escasa representatividad de los sistemas municipal, regional, y parlamentario actuales, que dejan inermes a los ciudadanos frente a la arbitrariedad, la ineptitud, la corrupción, y el abuso de las autoridades, descontento que evidentemente alcanza también al Ejecutivo.
Agotar la legislatura en discusiones que sólo evidencian los instintos destructivos de los partidarios de la disolución o la vacancia, es prueba del desprecio por el bienestar general que nuestro sistema político engendra.
Las desbordantes torpezas del Ejecutivo, por su parte, requieren ser enfrentadas mediante una rígida fiscalización que implique censuras recurrentes, hasta que el gobierno entienda que los altos cargos públicos no son la prebenda, menos aún el botín, de quienes ganaros las elecciones.
Frente a los que persiguen el derrocamiento del régimen a toda costa, apelando a argucias interpretativas y a quienes fomentan la disolución congresal con estratagemas de tinterillo, habemos unos cuantos que preferimos la sensatez a la rabieta, la concertación al enfrentamiento, y la legalidad a la injusticia. Lampadia